Juicios para la historia (IV). La revolución de 1905 ante el tribunal

Incluso en la derrota un juicio puede convertirse en una denuncia del enemigo de clase y en la defensa de las ideas de los oprimidos. Es lo que hicieron los dirigentes del sóviet de Petrogrado, entre ellos León Trotsky, cuando fueron juzgados tras el fracaso de la revolución de 1905.

Los procesos revolucionarios absorben muchas energías de las clases sociales y de los individuos y, sin embargo, ciertos acontecimientos pasan desapercibidos cuando son ilustrativos de una época. Uno de ellos, no demasiado conocido, es el juicio del que nos ocupamos en esta entrega.

La revolución de 1905 representó un giro en la lucha de clases a nivel internacional. Rosa Luxemburgo escribió: “La revolución rusa, por primera vez en la historia de las luchas de clases, ha hecho posible una realización grandiosa de la idea de la huelga de masas […] de la huelga general, abriendo así una nueva época en la evolución del movimiento obrero”. En la izquierda se abrió el debate sobre su significado y algunas de sus reflexiones pueden seguirse en el libro de la propia Rosa, Huelga de masas, partido y sindicatos o en el de Trotsky, 1905. Balance y perspectivas, y también encontró su reflejo en la literatura. Imprescindible leer El domingo rojo de Máximo Gorki o El talón de hierro y La huelga general de Jack London.

El proceso revolucionario se inició un 3 de enero de 1905 con una huelga de los obreros de la fábrica Putilov de Petrogrado. El día 8 se había convertido en una huelga general en la ciudad. El 9, una manifestación pacífica de unas 140.000 personas, encabezada por el cura Gapón, se dirigió a pedir ayuda al zar. “La muchedumbre semejaba un oleaje del océano -escribirá Gorki en el libro citado-. Avanzaba con lentitud, como si los primeros fragores de la tormenta no la hubiesen despertado todavía”. Los soldados dispararon sobre la muchedumbre causando centenares de muertos. Nunca se sabrá la cifra exacta. Esa masacre cambió la conciencia de la mayoría de la clase obrera, se acabó la ilusión, la poca que hubiera, en el zar. Ya nada podría ser igual. Hasta el cura Gapón escribió: “¡Camaradas, obreros rusos! Ya no tenemos zar. Un río de sangre lo separa hoy del pueblo ruso. Ha llegado la hora de que los obreros rusos libren sin él la lucha por la libertad del pueblo”. Había que acabar con el zarismo para conquistar derechos y libertades.

[Sin ánimo de comparar, algo parecido ocurrió en la conciencia de una parte muy importante de la población catalana tras el discurso del Rey el 3 de octubre de 2017, dos días después de ser apaleados por la policía y la guardia civil. La Monarquía ya no podría representar una posición “conciliadora” respecto a las relaciones entre el Estado y Catalunya]

Tras la matanza, la respuesta trabajadora fue inmensa. En más de 122 ciudades se declaró la huelga, también en las cuencas mineras del Donetz (Ucrania) y en parte importante de los ferrocarriles. El 14 de junio se produjo el amotinamiento de los marineros del navío Potemkim en protesta por las condiciones de vida y el maltrato de los oficiales, que posteriormente el director cinematográfico Serguei Eisenstein convertirá en una obra maestra del cine, El acorazado Potemkim. Los meses de octubre a diciembre concentraron todos los esfuerzos revolucionarios. El 2 de octubre comenzó una huelga de los impresores de Moscú, que se convertirá en general en toda la ciudad hasta el 19; luego fueron los ferroviarios quienes el 15 lograron paralizar los ferrocarriles en toda Rusia. El 13 de octubre, Petrogrado inició una huelga general que duró hasta el 21. El mismo 13 se formó el sóviet, organismo de representación directa de todas las fábricas y empresas de la ciudad.

En los objetivos se mezclaban las reivindicaciones políticas con las exigencias de mejoras para la clase trabajadora: amnistía para los presos políticos, libertades, convocatoria de una Asamblea constituyente y una jornada de 8 horas de trabajo. La fábrica Obujov de Petrogrado lo expresó en una asamblea el 13 de octubre: “Declaramos la huelga política y lucharemos hasta el fin por la convocatoria de la Asamblea constituyente sobre la base del sufragio universal, igualitario, directo y secreto, con el fin de instaurar en Rusia la república democrática”.

Las clases dirigentes que todavía apoyaban al zar empezaron a dudar. El 18 de octubre, el zar promulgó un manifiesto en el que decía reconocer ciertos derechos. ¡Por primera vez en la historia el zar tenía que ceder! Pero hacer concesiones u obtener algunas migajas no es lo mismo que conquistar las libertades, y los revolucionarios de la época no se fiaban ni un pelo del zar y los suyos. Izvestia, el diario de noticias del sóviet, respondió así al manifiesto: “De manera que se nos da una constitución. Nos es concedida la libertad de reunión, pero las reuniones son acosadas por la tropa. Se nos ha dado la libertad de palabra y no ha sido tocada la censura. Se nos ha dado la libertad de la ciencia, pero las universidades están ocupadas por los soldados. Se nos ha dado la inviolabilidad de la persona, pero las prisiones están atestadas. […] Se nos ha dado una constitución, pero la autocracia permanece. Se nos ha dado todo y no tenemos nada”.

Así era. Mientras se prometía una cosa se practicaba otra. En algunas regiones se imponía el estado de sitio, en otras se perseguía y encarcelaba igual que antes, los presos políticos seguían en la cárcel y el Ministerio del Interior preparaba progroms contra la población. Pero este primer intento revolucionario no contó todavía con la experiencia y maduración necesaria para la ingente tarea de acabar con el zarismo. La clase trabajadora no logró unificar su movilización con la del campesinado ni tampoco logró debilitar suficientemente al ejército. Se esforzó para poner en práctica sus propias reivindicaciones; por ejemplo, empezó a implantar la jornada de 8 horas en las zonas industriales de Petrogrado y muchas fábricas se adhirieron, pero los cierres patronales y la falta de extensión lo hizo imposible y el propio sóviet tuvo que echar marcha atrás. “No hemos conquistado la jornada de ocho horas para la clase obrera -se escribió-, pero hemos conquistado a la clase obrera para la jornada de ocho horas”, que, desde entonces, y todavía ahora, es un objetivo de lucha de la clase trabajadora en todo el mundo.

El zarismo y su aparato represivo se pusieron en marcha. El 26 de noviembre fue detenido el presidente del sóviet de Petrogrado, Justralev-Nosar. El 3 de diciembre le tocó el turno al comité ejecutivo, formado por Trotsky, Sverchkov y Zlydnev, y se disolvió el sóviet. En Moscú todavía se intentó resistir y el 7 de diciembre se inició una heroica huelga general que duró hasta el 19. Fue el final del ensayo general que encontró continuidad en 1917.

En los meses que siguieron la represión fue brutal. Alrededor de 1.000 personas fueron ejecutadas y se calculó que alrededor de 70.000 personas fueron detenidas, deportadas o encarceladas.

 

El juicio

 

Hasta el 19 de septiembre de 1906 no comenzó el juicio a los dirigentes del sóviet de Petrogrado, que, en realidad, fue el juicio a la revolución, cuyas actas, curiosamente, nunca fueron publicadas. Los alrededores del Palacio de Justicia fueron rodeados por cosacos y soldados y en el interior la policía ocupaba todo el edificio. Solo cien personas pudieron acceder a la sala, entre ellos los cuarenta abogados de la defensa. A pesar de la derrota de la revolución, el zarismo todavía no se consideraba suficientemente seguro. Fueron citados unos 400 testigos, de los que solo 250 pudieron declarar. Por allí desfiló una verdadera representación de las clases trabajadoras y de las fuerzas sociales que participaron en la revolución. En la ciudad y especialmente en los barrios obreros se produjo un enorme movimiento de solidaridad. Cientos de resoluciones llegaron al Tribunal firmadas por miles de trabajadores. Una de ellas decía: “Declaramos […] que el sóviet no está formado por un puñado de conspiradores, sino por verdaderos representantes del proletariado […] y que si nuestro estimado camarada P. A. Zlydnev es culpable, entonces todos nosotros también somos culpables, y refrendamos esto con nuestras firmas”. En nombre de todos los acusados, el mismo Zlydnev declaró al iniciarse el juicio: “Hemos decidido participar en el presente proceso extraordinario solo porque consideramos necesario […] explicar públicamente la verdad acerca de la actividad y la significación del sóviet”.

Las acusaciones del fiscal no fueron muy originales; en realidad se han ido repitiendo a través de la historia, también en el proceso a los dirigentes independentistas catalanes. La policía presentó unas supuestas pruebas de malversación del dinero recogido durante las huelgas. Este hecho provocó una oleada de protestas tan encendidas entre los trabajadores y trabajadoras que el mismo fiscal tuvo que descartarla como calumniosa. Así que la acusación contra los 52 inculpados, basada en los artículos 101 y 102 del Código Penal, se concentró en que “han entrado en una asociación […] que tiene por fin, en su opinión, atentar por la violencia contra el régimen que funciona en Rusia en virtud de las leyes fundamentales y reemplazarlo por una república democrática”. ¿Por qué será que una música parecida se oye ante el juicio que está a punto de comenzar en Madrid?

Pero el Código Penal zarista no estaba preparado para la genuina creación de la revolución que fue el sóviet. Los artículos 101 y 102 estaban pensados para perseguir a las organizaciones revolucionarias que se organizaban en torno a un determinado programa, pero el sóviet no tenía un programa y unos objetivos previos, lo fue definiendo en función de los acontecimientos y de las decisiones de las asambleas de trabajadores y trabajadoras. No hay que entender este hecho como la ausencia de objetivos concretos, sino en el sentido de que se fueron conformando a través de la propia maduración del movimiento de la clase trabajadora.

En la acusación del fiscal se reconoce que los acusados invitaron a los trabajadores a “elegir diputados para un Comité Obrero (sóviet) que diese al movimiento organización, unidad y fuerza […] y que representase las necesidades de los obreros de Petrogrado ante el resto de la sociedad”. Acertó el fiscal. Por eso mismo el sóviet no tenía un programa ni organizó un complot, entre otras razones porque todo se hacía a la luz pública y con la participación de centenares de miles de personas. Los acusados, en tanto que representantes de sus fábricas y de la clase trabajadora, tenían la función de debatir y transmitir las decisiones de sus fábricas. Si el fiscal hubiese sido consecuente debería haber acusado y juzgado a la mayoría de la clase trabajadora, ya que los acusados no eran más que sus representantes.

Otra de las acusaciones se basaba en que el sóviet había transgredido el derecho existente. Pero eso no dejaba de ser una incongruencia. ¿De qué legalidad se estaba hablando? El mismo poder existente se la había saltado, el manifiesto del zar del 18 de octubre en cierto sentido rompía con la legalidad hasta entonces existente. Estaba en marcha un proceso revolucionario en el que las clases sociales se disputaban la mayoría de la sociedad en una nueva etapa completamente distinta a cuando el zar gobernaba como dueño y señor. Durante unos meses las fuerzas sociales estuvieron en “equilibrio”, en “disputa” para ver quién lograba imponerse sobre la otra. Durante esa etapa el derecho correspondía a la correlación de fuerzas entre las clases sociales. Si los acusados se saltaron la ley, también se la saltó el gobierno, por ejemplo, reuniéndose con los representantes del sóviet o liberando a presos por la presión de la calle y sin que interviniera la justicia.

Los acusados afrontaron abiertamente la principal acusación, la de organizar una insurrección. A preguntas del fiscal contestaron:

“¿El sóviet les invitó a la insurrección armada?

No -contestaron los testigos-. El sóviet se había limitado a afirmar que la insurrección armada se hacía inevitable.

El sóviet pedía una Asamblea constituyente. ¿Quién iba a crear esta Asamblea?

¡El pueblo!

¿Cómo?

Con violencia, desde luego. De otra manera no se consigue nada.

Entonces, ¿el sóviet armaba a los obreros para la insurrección?

No, lo hacía en legítima defensa”.

 

Derecho a la rebelión

 

Como en otras ocasiones durante la historia, cuando los pueblos se organizan y luchan para cambiar un régimen político y social las clases dominantes suelen utilizar el argumento de la violencia para atemorizar al pueblo o para acusar a sus dirigentes. Los capitalistas y sus propagandistas consideran que su Estado es quien tiene el monopolio de la violencia y así lo utilizan para reprimir y seguir manteniendo su dominación. Se pudo ver el 1 de octubre en Catalunya cuando la policía y la guardia civil reprimieron a quienes querían votar, ¡y ahora se acusa a sus dirigentes de rebelión y sedición! En la Rusia de la época solo había que recordar la jornada del 9 de enero de 1905 cuando el ejército disparó sobre la masa indefensa.

En la sesión del 4 de octubre, León Trotsky, en nombre de los acusados, respondió a las acusaciones del fiscal. Lo hizo defendiendo el carácter democrático y revolucionario de la actividad del sóviet, contraponiendo el ejercicio y la garantía de las libertades frente a la violencia policial organizada por el poder y la huelga política y la insurrección como medios para garantizar el cambio político.

En su discurso ante el tribunal, Trotsky denunció que el poder no había podido mantener el orden; al contrario, era quien organizaba la represión y la ausencia de las libertades conquistadas por el pueblo. Defendió que era el sóviet quien podía organizar el orden de millones de personas que se habían movilizado, y que lo hacía mediante el convencimiento, la propaganda y la palabra y que sólo en casos excepcionales se amenazó con la violencia a quienes pretendían romper la huelga. En realidad, la acusación apenas pudo presentar ejemplos concretos de acción violenta por parte del sóviet. Así es como defendió su posición: “(el testigo) ha dicho, entre otras cosas, que el Sóviet de Diputados Obreros, republicano en su forma, en sus principios y en su ideal, realizaba de hecho, concreta y directamente, las libertades que el manifiesto imperial había proclamado en principio y contra las cuales luchaban, con todos los medios a su alcance, los mismos que habían publicado el manifiesto. Sí, señores jueces, nosotros, el sóviet revolucionario y proletario, hemos llevado a la práctica la libertad de palabra, de reunión, la inviolabilidad de la persona, todo lo que había sido prometido al pueblo bajo la presión de la huelga de octubre. Por el contrario, el aparato del antiguo poder da la impresión de no haberse despertado, a no ser para romper las actas donde constaban las conquistas del pueblo”.

Tampoco esquivó el problema de la huelga política y la insurrección. Cuando una mayoría de la clase trabajadora está preparada para una huelga política, para disputar el poder a quien hasta ese momento lo posee, está en proceso una insurrección, no como se la imaginan los jueces y la policía, como una especie de complot secreto, sino como una actividad abierta en la que participan millones de personas. “La insurrección de las masas -declaró- señores jueces, no se prepara, se lleva a cabo. Es el resultado de circunstancias sociales y no la realización de un plan. No se la puede suscitar, se la puede prever. En virtud de una serie de causas que no dependen ni de nosotros ni del gobierno imperial, el conflicto abierto se hacía inevitable. […]

Nos preparábamos para la inevitable insurrección; dense cuenta, señores jueces, nunca hemos preparado la insurrección, como dice el fiscal, nos hemos preparado para la insurrección. Prepararnos para ella significaba esclarecer la conciencia popular, explicar al pueblo que el conflicto era inevitable, que todo lo que se nos concedía nos sería arrebatado en seguida, que sólo la fuerza podía proteger el derecho, que teníamos necesidad de una poderosa organización de las fuerzas revolucionarias, que era preciso hacer frente al enemigo y estar dispuestos a entrar en la lucha hasta el fin, que no había otro camino”. Interesante reflexión, tanto desde un punto de vista jurídico-político como para la acción cuando se trata de cambiar un régimen político. Se trata del derecho del pueblo a rebelarse cuando considera que el régimen político o social es contrario a los intereses de la mayoría. Según Isaac Deutscher, “Su discurso provocó tanta emoción que los abogados de la defensa pidieron un receso para dar tiempo a que se aliviara la tensión, y el tribunal lo concedió”. (Trotsky. El profeta armado).

El 2 de noviembre el tribunal dictó su veredicto. Los acusados fueron absueltos del delito de insurrección. ¡El zarismo no se vio capaz de condenarlos por esa acusación! ¿Será capaz la justicia de la Monarquía española de condenar por delitos de rebelión y sedición inexistentes cuando ni siquiera ha habido violencia? Sin embargo, Trotsky y otros 14 acusados fueron condenados a la deportación de por vida a Siberia y a la pérdida de sus derechos ciudadanos. Otros fueron condenados a penas más breves y algunos salieron en libertad. Contar con el apoyo solidario del pueblo, afrontar las responsabilidades y poner en cuestión y denunciar los argumentos de los acusadores siempre es rentable políticamente, incluso en tiempos de derrota.

Cuando pocos días después fueron conducidos al destierro, se despidieron con una carta a la clase trabajadora: “Los representantes del poder nos han privado de “todos los derechos” y nos deportan, pero hay un derecho del que no pueden privarnos: el derecho a la confianza del proletariado y de todos nuestros conciudadanos honrados. En nuestro caso, como en todas las demás cuestiones de nuestra existencia nacional, la última palabra será dicha por el pueblo”.

Sindicalista. Es miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso