La desigualdad y los prejuicios

Dos tiroteos perpetrados el miércoles 19 por la noche en la ciudad de Hanau, cerca de Francfort, Alemania, dejaron nueve personas asesinadas y otras cinco heridas de gravedad. Los disparos se produjeron en dos zonas muy frecuentadas por inmigrantes kurdos y turcos. Un atentado cometido por un supremacista blanco, conocido miembro de los círculos de la extrema derecha en la zona, de nombre Tobias R y nacionalidad alemana. Este tipo de ataques contra la población inmigrante y pobre, perpetrados con armas de fuego y extremadamente violentos, se repiten cada vez con más frecuencia en toda Europa.

Su existencia, lamentablemente, está lejos de terminar, y supone el resultado de complicados cócteles sociales que surgen de muchas causas, pero con una doble razón de fondo. De un lado, el proceso de enorme concentración de la riqueza que la política neoliberal que nos domina no deja de incrementar, en particular tras la crisis de 2008; del otro, la incapacidad (inutilidad) evidente de los instrumentos democráticos supuestamente nacidos para garantizar los derechos de la ciudadanía y protegerla del abuso y poder sin freno de los más ricos, así como del ejército de servidores que tienen en parlamentos, tribunales o gobiernos. Aumenta el poder omnímodo e indisimulado del gran capital a la par que se reduce el peso de la población en la gestión de sus vidas. En resumen, se encoge la democracia.

Socialmente, el resultado de esa doble realidad se traduce en la enorme fragmentación que padece la clase trabajadora. El empobrecimiento -hasta la amenaza de desaparición- de capas intermedias de nuestras sociedades (pequeños propietarios del campo y la ciudad); la proletarización de profesiones hasta ayer llamadas liberales (abogados, periodistas, médicos); el abandono de zonas territoriales inmensas en toda Europa a cuya población se deja sin futuro ni servicios por el cierre de sectores productivos enteros claves para su vida (minas, industrias o cultivos). Todo ello, en un marco de jibarización y debilitamiento de los servicios públicos y de los derechos que supuestamente estos garantizan (educación, sanidad, protección social, vivienda, dependencia o rentas mínimas).

Resulta muy evidente la enorme dificultad de que, a día de hoy, la clase trabajadora mestiza y global (el 16% de los asalariados del reino son ya de origen extranjero), que surge como resultado de todo este proceso, hable con una voz potente y propia. Esa falta de potencia y voz propia empuja a otros sectores sociales no obreros, y también a parte de los propios trabajadores, a añorar tiempos pasados de una creída “seguridad” y sumarse a la guerra que el capital y los Estados animan con la división y el enfrentamiento del “penúltimo” contra el “último”.

Vencer y derrotar el miedo que provoca el odio de atentados como el de Alemania, que se incrusta en los intersticios de nuestras sociedades y se hace fuerte en las prevenciones, avanzar contra la xenofobia, la homofobia o el machismo exigen un decidido paso adelante por las libertades y los derechos. Exige meter mano a los ricos, combatir sus privilegios. Obliga a derrotar el racismo institucional que, junto al capitalismo, representa la fuente más poderosa de la desigualdad y de pesada losa de los prejuicios que la acompañan.