Ley de educación, el debate que nunca llega

Con la aprobación de la octava Ley de Educación (LOMLOE) se cumple solo en parte una de las promesas que formuló el partido socialista cuando estaba en la oposición: la derogación de la Ley Mordaza, la Reforma laboral y la Ley Wert. Al igual que otras reformas en el ámbito de la educación, la Ley Celaá pone de manifiesto la incapacidad de los legisladores para reconocer la necesidad de una reforma integral de la educación en un ya más que entrado siglo XXI, y que vienen reclamando desde hace tiempo todos los sectores implicados.
   Las medidas sobre educación especial, la eliminación de la mención del castellano como lengua vehicular, el paso de la religión a materia optativa y el coto a la educación concertada son en esta ocasión el caballo de batalla de las derechas, que, como suele ser habitual, soslayan los debates de calado y encrespan a su electorado con los asuntos más rentables políticamente, en el cínico ejercicio del reclamo de una supuesta libertad que no es otra cosa que la defensa cerrada de sus privilegios.
Entre los avances más significativos que introduce la nueva norma destacan una serie de medidas encaminadas a corregir la inequidad en el reparto del alumnado de nuestro sistema educativo. La escuela pública instruye al 67% del alumnado, la concertada -que sufragamos todos- al 25,5% y la privada al 7,4%. Sin embargo, nueve de cada diez niños sin recursos y ocho de cada diez hijos de inmigrantes están escolarizados en la pública. La enseñanza concertada se ha revelado desde 1980, fecha de su establecimiento, como una gran fórmula para segregar al alumnado, y las estadísticas muestran su ineficacia a la hora de elevar los resultados educativos.
Por ello, buena noticia para la educación pública es que los ayuntamientos no puedan ceder suelo para construir centros educativos que no sean públicos, que se suprima el concepto de “demanda social” a la hora de crear plazas educativas y que no se puedan concertar los colegios que segreguen por sexos.
En el haber de la ley se anotan asimismo la recuperación de competencias de los consejos escolares, el fin de la elección de los itinerarios tempranos y la implantación de programas de diversificación curricular (la simplificación del currículo), además de una cuarta modalidad de bachillerato. Además, habida cuenta de que contamos con una tasa del 18% de abandono escolar -que nos pone a la cola de Europa-, y comprobada la ineficacia de la repetición de curso, la nueva norma establece que solo pueda repetirse una vez en primaria y dos en toda la enseñanza obligatoria.
En este mismo sentido, y para paliar el tirón de orejas que ha dado a España el Comité de Derechos de las Personas con Discapacidad de Naciones Unidas, la ley marca la transición progresiva hacia un modelo educativo inclusivo en el que convivan las dos redes educativas existentes en la actualidad, la ordinaria y la especial. Están en juego el derecho a la plena inclusión del alumnado con discapacidad y el fin de la segregación en centros que no contemplan la diversidad.
Lamentablemente, el debe de la ley tiene una gran trascendencia. Pese a que en ella se afirma que “la educación pública constituye el eje vertebrador del sistema educativo”, la Ley Celaá sigue sin apostar con valentía por la eliminación de la enseñanza concertada y por el laicismo, que debería sacar la religión de las aulas y colocarla en el ámbito de lo privado. Sigue pendiente la supresión del Concordato con el Vaticano que tantos privilegios concede a la religión católica desde 1979, una supresión que nunca llega y que los socialistas sacan interesadamente a pasear cuando precisan el voto de su base más radical. Mientras tanto, el Estado sigue sufragando los 300 millones de euros anuales que cuesta el sueldo de los 13 mil profesores de religión elegidos por el obispado.
Igualmente, la ley pasa de puntillas por la necesidad de la formación permanente del profesorado -que tanta importancia ha adquirido en tiempos de pandemia- y no disminuye la ratio por aula, elementos fundamentales si se quiere abordar con seriedad la mejora integral del sistema educativo; la enseñanza de cero a tres años no se integra en el sistema público, lo que deja la puerta abierta a nuevos conciertos y favorece la precarización de las condiciones laborales; no establece un incremento de plantillas que corrija las enormes tasas de interinidad en todo el Estado, ni tampoco la precarización y el maltrato reiterados que ha sufrido el profesorado durante los años de duros recortes.
Por último, pero no por ello menos importante, siguen pendientes la modernización e innovación pedagógica que replanteen unos métodos de aprendizaje, una ordenación de los contenidos y de su evaluación a la altura de los cambios que ha traído el siglo XXI.
Reconozcámoslo: el único modo para llegar a la gratuidad de todo el sistema educativo y de acabar con la coexistencia de los múltiples modelos financiados con fondos públicos y con las desigualdades que generan es la inversión, así como la voluntad política para llevar a cabo las reformas necesarias. La nueva ley concede dos años al Ejecutivo para formular un plan de gasto público que llegue al 5% del PIB, un porcentaje que alcanzamos en 2010 y que ha venido reduciéndose desde entonces. Ya vemos que el punto de partida resulta poco alentador.
Visto que esta ley educativa nace con las alas cortadas, exijamos a este gobierno que al menos la defienda y la imponga, exijamos que aplique todos los mecanismos que le otorgan sus competencias para sancionar las infracciones que se cometan contra ella -que han sido y serán muchas-; exijamos a las otras fuerzas políticas que han apoyado esta reforma educativa que hagan frente con convicción a los embates de los sectores más reaccionarios, sea en la calle o en las instituciones; y sobre todo, sigamos luchando para que en los próximos años alumbre una nueva ley de educación que promueva sin ambages un único sistema educativo público y laico que apueste por la igualdad real de oportunidades y la dignidad de su profesorado.