Por segunda vez consecutiva, Trump ha amenazado al mundo desde la tribuna de Naciones Unidas, esa “burocracia global ademocrática” como la definió. No se trata de una desconfianza abierta del multilateralismo surgido tras la II Guerra Mundial, que permitió gestionar el peligro de una confrontación nuclear durante la Guerra Fría. Es un abierto rechazo de sus principios en nombre de la hegemonía indiscutible de EEUU, su poder militar imperial y la prioridad de los intereses económicos capitalistas de su clase dominante.
Trump repitió una y otra vez lo que viene diciendo desde su elección. Que “America First” significa que, en nombre del patriotismo nacionalista, todos acepten ser sus “amigos”, o se atengan a las consecuencias. Puso como ejemplo de esta amistad a Polonia, Colombia, Israel y Arabia Saudí y, no sin sorna, advirtió que el camino del arrepentimiento está abierto a todos, como está demostrando Kim Jong-un. El resto de los gobiernos está en situación condicional de vigilancia por parte del Secretario de Estado Pompeo. Y anunció el cambio de régimen en Caracas y Teherán.
La bufonada inicial de su discurso -“en un año hemos tenido un éxito extraordinario en todo y EEUU está mejor que nunca”-, que provocó la carcajada inusitada de la Asamblea General de Naciones Unidas, dio paso a una crispación generalizada. Las alianzas tradicionales, las afinidades de los grupos regionales, daban paso a las “coaliciones de los escogidos” y una parodia de Catón repetía una y otra vez Delenda est Carthago! Las intervenciones de Rohani y Maduro, su ofrecimiento a negociaciones inmediatas e incondicionales, caían en oídos sordos.
En esta dinámica de amenazas nadie escapó: Alemania sería dependiente y sumisa de Rusia en diez años por su importación de gas y petróleo; China debía claudicar su política comercial e industrial o aceptar aranceles adicionales por 200.000 millones de dólares; Rusia es la mayor amenaza de la paz imperialista en Oriente Medio y de la democracia occidental por sus ataques cibernéticos.
Además de los directamente afectados, solo Macron intentó defender una alternativa de gestión multipolar del desorden internacional. Una parte de la UE -los estados de la eurozona- intentaron mantener su autonomía defendiendo el acuerdo nuclear con Irán de 2015 y una salida negociada de la crisis social y política venezolana. El resto de los miembros de NNUU se refugiaron en el discurso racionalista, en la defensa de la Carta de NNUU, el desarrollo sostenible y el multilateralismo del Secretario General Antonio Guterres. En este contexto, la agenda de desarrollo sostenible 2030 suena como una utopía inalcanzable.
Se abre un escenario de confrontación interimperialista en Oriente Medio y en América Latina. Azuzado además por las perspectivas de una nueva recesión internacional en el horizonte -a pesar de los autoelogios de Trump como gestor del capitalismo global- y las aceleradas consecuencias del cambio climático.
En una coyuntura tan sombría nunca ha sido más evidente la falta de un movimiento socialista internacional capaz de influir sobre los acontecimientos. La imperiosa necesidad de una política internacional de la clase obrera, con la que Marx terminó su discurso en la primera reunión de la Asociación Internacional de Trabajadores, no encuentra aún la fuerza del eco, a pesar de que Trump señaló como su principal enemigo ideológico a ese mismo socialismo. Es el único que puede ofrecer una alternativa consciente si el viejo topo sale de sus galerías y hace frente a la barbarie.