Fabricaron pruebas falsas contra Podemos y para lograrlo concedieron prebendas a un traficante de drogas venezolano; robaron el móvil a una asesora de Pablo Iglesias, se conchabaron con la prensa y pagaron sobresueldos a periodistas para que las mentiras circularan.
Desconocemos cuánto más han hecho o están haciendo ahora mismo; lo que sí sabemos es que esta forma de proceder representa una “norma de la casa” que se repite como una constante en el tiempo cuando la voluntad del pueblo amenaza con crujir la estaca del poder. Algunos ejemplos fueron el Batallón Vasco Español, ATE, GAL o son el reciente dictamen del Congreso de los Diputados que certificó el uso del Ministerio del Interior y su “policía patriótica”, así como de la Audiencia Nacional como agentes constructores de una “verdad orwelliana” contra la dirección política del movimiento popular catalán. También sabemos que en la misma época, el último portavoz en el Senado del PP Ignacio Cosidó (ex director de la Policía) y su jefe, el exministro del Interior Jorge Fernández Díaz, organizaron con agentes y con dinero públicos una operación para destruir pruebas del caso Bárcenas.
El régimen del 78 es incapaz de mantenerse, en su cada vez más opresiva legalidad, sin acudir de manera regular y periódica a las formas no democráticas que arrastra como parte del pacto de la transición. Un pacto que aportó un número de derechos y libertades a la población pero que, sobre todo, significó blindar el poder de una oligarquía, un corrupto capitalismo de amiguetes y una estructura de Estado surgida de una legalidad heredada de la derrota republicana y de 40 años de dictadura franquista. Es decir, una legalidad liberticida y antidemocrática por su origen, función y comportamiento.
La crisis de 2008 y el cambio del artículo 135 de la Constitución trajeron consigo la supeditación de todo el presupuesto y, por consiguiente de la acción política, al pago de los tenedores de la deuda pública: la banca y la oligarquía. Para salvar sus intereses, se ha organizado el empobrecimiento general de la población recortado sus ingresos, su capacidad de decidir y todos sus derechos (vivienda, empleo, salud, educación, condiciones ambientales, protección social, etc.). El resultado: un encogimiento sistemático y progresivo de la democracia. El foso entre los derechos formalmente reconocidos por ley y la ley que se impone y rige nuestras vidas resulta cada vez más amplio. La aplicación de políticas neoliberales que benefician a un sector reducidísimo, pero muy poderoso de la sociedad y que tiene en su cabeza coronada al Borbón, supura tanta corrupción que alcanza a su propia familia y desde ahí, se extiende contaminando con su viscosidad espesa de cloaca a todo el Estado, comenzando por quienes más claramente expresan el monopolio de la violencia sobre el que se sustenta: policías y jueces.
Grande Marlaska, actual ministro del Interior, afirma que las cloacas son cosa de unos pocos y que el problema pertenece al pasado. Pero la medalla no retirada al torturador Billy el Niño, el destino dorado del que disfrutan algunos de los “policías patriotas”, la permanencia de Franco y José Antonio en su valle, la falta de verdad, justicia y reparación para las víctimas de los crímenes contra la humanidad de la dictadura, las leyes mordaza, el juicio a sindicalistas, raperos o la cárcel y también juicio en el Tribunal Supremo contra las cabezas de la movilización por el derecho a decidir en Catalunya desmienten que sea cosa del pasado.
Limpiar semejante lodazal exige transparencia, poder de decisión y libertad de actuación para el pueblo y los pueblos del actual reino de España. Es decir, una democracia profunda y verdadera. Derechos, usos, funcionamiento y autodeterminación que solo tienen un nombre: republicas.