La semana pasada Pablo Iglesias remitió una carta a Pedro Sánchez en la que resumía las condiciones para formar un gobierno de coalición. Sánchez ya ha respondido que no las acepta. Que quiere más garantías. Le ha pedido a Iglesias que, por escrito, se comprometa con la posición del gobierno y del PSOE sobre el asunto catalán. O lo que es lo mismo, abandonar toda pretensión sobre el derecho a decidir o un futuro referéndum pactado. También le ha solicitado un acuerdo sobre política exterior. En otras palabras, Sánchez está usando el oxígeno que le proporcionaron su mayor número de votos el 28 de abril para apretar a Podemos y sus confluencias en nombre del gran capital. Presionarlos a favor de mantener la política del Estado y las instituciones del régimen del 78. Por su parte, Iglesias manifiesta estar de acuerdo con ello.
En su carta, la máxima cabeza de Podemos reclamaba medidas a favor del empleo estable, del combate contra la precariedad, garantías para las pensiones, transición energética ante el cambio climático, apoyo a una nueva política industrial, facilidades para el alquiler, política de garantía de ingresos para los más necesitados, mejora en los servicios públicos básicos, seguridad en la economía de los cuidados, igualdad de género, protección a las familias, equidad retributiva y justicia fiscal. Una propuesta que molesta profundamente a los poderosos y que responde a una parte, no a toda, la voluntad expresada por la mayoría de la población el pasado 28 de abril. Decimos a una parte, porque “olvida” una cuestión clave, precisamente aquella sobre la que el poder más insiste en doblegarlo: el problema democrático nacional.
En las últimas elecciones, la suma de las fuerzas heterogéneas y plurales de izquierdas, republicanas y soberanistas que hicieron posible la moción de censura que desbancó a Rajoy reunieron 13.552.895 voluntades. O sea, superaron en más de 2 millones a las fuerzas agrupadas tras el tridente formado por PP, C’s, Vox y sus otras listas amigas. Se trató de una apuesta de las urnas a favor de un giro social y, junto a ese giro, las votaciones encadenaron otro: la búsqueda de una salida a la enquistada cuestión nacional sobre la base del reconocimiento del derecho a decidir. En Euskadi y en Catalunya, las fuerzas partidarias de ese derecho ganaron con claridad en número de papeletas al resto. Dicho de otra manera: la gente ligó con sus votos dos aspectos básicos (cuestión social y territorial), más allá incluso y por encima de la opinión que cada votante tuviera sobre cada uno de ellos, y más allá también de la táctica que cada fuerza mantuviera al respecto. Ambas cosas van juntas en la situación.
Los poderes del Estado no quieren a Iglesias y los suyos formando parte de los circuitos ministeriales del rey Felipe. Temen que su entrada actúe como acelerante de la crisis de la segunda restauración. Poco importan las garantías que dé éste por escrito o verbalmente.
Las cartas para esta partida parece que ya están repartidas y, salvo que la calle con la lucha lo cambiara, algo que por ahora no se vislumbra, el poder juega su baza e impele a Sánchez a no desviarse un milímetro del marco del 78. Mientras, el propio Sánchez, junto a la oligarquía, apuesta por forzar a Iglesias a tragar con la rueda de molino de la monarquía y su institucionalidad. Iglesias agarrado al palo del gobierno al que no llega muestra ya su disposición a ponerse de perfil ante el republicanismo independentista en aras de la imprecisa mejora social incluida en su misiva que ahora las nuevas amenazas de Bruselas hacen todavía más compleja.
Toda aquella política que, para nacer, exija dividir y enfrentar a los más de 13 millones y medio de personas que impidieron al tridente de la derecha pasar de Colón a la Moncloa está condenada a quedarse reducida a casi nada. La inversión más fructífera para embridar a la burguesía no está en tener una silla en el Consejo de ministros, por mucho que hoy los poderes reales se resistan a ello, sino en esforzarse por encontrar un lenguaje común que permita a los más de 13 millones de votos presentar propuestas mínimas. Un leguaje creado con un alfabeto de libertad, igualdad y fraternidad republicana.