En una conocida escena de Luces de Bohemia de Valle Inclán, exclama Max Estrella: “La tragedia nuestra no es tragedia”. “Pues algo será” -le responde Don Latino- “El esperpento” -sentencia Max. Un esperpento ha sido la vida política desde las elecciones del 28 de abril. Como en la obra de Valle Inclán, los espejos cóncavos o convexos (o las negociaciones que no eran negociaciones) se han utilizado para tapar las verdaderas intenciones del principal responsable del fracaso, Pedro Sánchez, que se decía de izquierdas, quería el apoyo de la derecha mientras ninguneaba y machacaba a su izquierda. Hasta en la Corte de los Milagros para que se produzca alguno se necesita cierta voluntad, sea divina o humana, y parece claro que el único y verdadero deseo era volver a convocar elecciones.
La frustración, desolación, enfado, cabreo e indignación de millones de electores con el esperpento de los dirigentes políticos tendrá que encontrar la manera de expresarse el próximo 10 N, pero, sobre todo, tendrá que analizar y sacar conclusiones de lo sucedido. Desde casi todos los ámbitos de opinión se lanza la explicación de que la responsabilidad es de los partidos, de sus dirigentes, de los egos de cada uno de ellos… es la manera de seguir tapando el problema de fondo de la crisis política y social que arrastramos desde hace años. No hay duda de que cada uno de ellos tiene su mayor o menor responsabilidad, pero lo importante es analizar las razones por las que no ha sido posible el acuerdo.
A pesar de ese desbarajuste, hay que rechazar las reacciones antipolíticas. Por ejemplo, quienes atacan la repetición electoral por los 135 millones de euros que cuesta. Cierto que es una cantidad que podía haberse dedicado a otras necesidades más urgentes, pero esa cantidad es irrisoria si la comparamos con los 5.000 millones que costará salvar las autopistas que rodean Madrid, o los más de 60.000 millones que costó salvar a la banca, o los cerca de 2.000 millones que se tienen que pagar por el fracking realizado frente a las costas de Castellón. Protestemos por ese robo organizado por las componendas entre gobernantes y capitalistas y coloquemos cada cosa en su sitio. La democracia, incluso ésta tan imperfecta y limitada, es para ejercerla y de todas maneras es más barata que sostener a los parásitos del aparato del Estado o salvar muchos de los negocios de los capitalistas.
Frente al fracaso de los actuales dirigentes políticos, surge a veces la tentación de la consigna fácil “que se vayan todos”. Tuvo una cierta repercusión en alguna de las recurrentes crisis argentinas, pero el problema es quién representa la alternativa o cómo construir esa alternativa; porque se pueden ir todos, pero vendrán otros y el problema esencial, como se está viendo en el actual proceso, es el atraso en la conciencia y la organización para la construcción de una alternativa que represente los intereses y las necesidades de las clases trabajadoras. Sin esa alternativa, la fórmula “que se vayan todos” es también una expresión antipolítica, un totum revolutum en el que se mezclan o desaparecen las clases sociales, las derechas y las izquierdas, quien defiende lo privado o lo público, o quien defiende la vuelta a un neo franquismo.
Las verdaderas dificultades para formar un gobierno no se explicarían solo por la ineptitud o egoísmo de los dirigentes, sino que tienen su verdadero origen en la crisis del régimen monárquico actual. El régimen surgido del pacto de la Transición en 1978 se diseñó para que funcionara mediante una alternancia bipartidista, más o menos regular, y así lo ha hecho durante más de treinta años. En todas las elecciones un partido lograba una mayoría suficiente, fuera absoluta o no, que con ciertos apoyos puntuales le permitía una cierta estabilidad parlamentaria. Un diseño, con determinadas diferencias, copiado de la primera Restauración borbónica (1874-1923) en la que conservadores y liberales se repartían amigable y alternativamente el poder. Ese sistema, uno de los pilares del régimen del 78, ha fracasado, aunque tanto PSOE como PP quieran recuperarlo, al igual que la Monarquía y los capitostes del Ibex 35. Pero ya no existe y, hagan lo que hagan, su resurrección parece bastante difícil.
Dos elementos están en la base de este fracaso. Por un lado, el agotamiento, la caducidad del propio régimen y la corrupción que penetró en prácticamente todas las estructuras del Estado. Por el otro, importantes movilizaciones de masas que sacudieron a este país. Del 15 M, de las plazas y de la movilización de la juventud, surgió un poderoso movimiento que aspiraba a cambiar las cosas de arriba abajo y puso en cuestión el régimen político y el bipartidismo, cuya expresión política son Podemos, los Comunes, las confluencias políticas y el movimiento de cambio municipalista. El movimiento soberanista e independentista catalán exigiendo el ejercicio del derecho de autodeterminación ha hecho temblar el régimen y ha puesto de actualidad la república, ya sea catalana, vasca, gallega o española. Además, la represión y la inmediata sentencia a los dirigentes políticos y sociales catalanes hace imposible uno de los elementos de gobernabilidad de los últimos treinta años: el apoyo del partido de la burguesía catalana, la antigua Convergencia, al bipartidismo.
La caducidad de un régimen político se expresa también cuando reiteradamente es incapaz de dar respuesta a los problemas más importantes de la sociedad. El crecimiento de la desigualdad, la falta de perspectiva para la juventud, el deterioro de los servicios públicos, la precariedad y los bajos salarios, el precio astronómico de la vivienda, el recorte de derechos y libertades, un poder judicial al margen y por encima de la sociedad, etc. Al mismo tiempo, los grandes capitalistas siguen acumulando y defendiendo sin pudor sus intereses y la sociedad comprueba que el sistema y las políticas de los partidos, por muy buenas que sean sus intenciones, chocan con el entramado de leyes, presiones, organizaciones de los poderosos que impiden hasta pequeñas concesiones que podrían mejorar las condiciones de vida de la mayoría. No es por casualidad que uno de los primeros en declarar públicamente la necesidad de repetir elecciones fuera el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi. El 4 de julio declaró: “Si no hay capacidad de un acuerdo, si hay elecciones, las encuestas dicen que se aclararían más las cosas […] pues igual es mejor esperar a noviembre y tener un país más tranquilo que uno más inestable a corto plazo”. Quizás esa opinión, con el apoyo explícito de la patronal, haya pesado más que las negociaciones que no fueron negociaciones. A Pedro Sánchez le quita el sueño un supuesto gobierno con la presencia de Podemos, pero parece duerme bien con las imposiciones de Bruselas o manteniendo el legado de Rajoy, en la reforma laboral, en los recortes sociales o en la Ley Mordaza.
El espejo de la primera Restauración
La repetición de elecciones o largos periodos sin gobierno son una clara expresión de inestabilidad política, de que han dejado de funcionar los mecanismos que durante decenios aseguraban una cierta estabilidad. El ejemplo de Italia es característico y tiene su propia dinámica histórica. En Bélgica, estuvieron más de un año sin gobierno, incapaces las diferentes fuerzas políticas de ponerse de acuerdo. El Brexit ha colocado a Gran Bretaña en un largo periodo de inestabilidad. En el caso del Reino de España, hay que volver a los años 20 del siglo pasado para encontrar un periodo de inestabilidad política y social que anunciaba el final de lo que se llamó la primera Restauración borbónica.
Entre 1916 y 1923 se convocaron en España cinco elecciones generales (abril 1916, febrero 1918, junio 1919, diciembre 1920 y abril 1923) En ese periodo hubo trece crisis de gobierno y treinta crisis parciales (cambios de algunos ministros). La historia no se repite, pero su conocimiento es siempre muy útil. La crisis del régimen del Borbón Alfonso XIII tenía razones profundas: guerra mundial, grandes luchas de clases, conflicto con Cataluña, etc. y pretendieron afrontarla al estilo lampedusiano, cambiando algo para no cambiar nada. El historiador Miguel Martínez Cuadrado lo explica así en La burguesía conservadora: “Pero el deterioro del funcionamiento institucional sólo podía razonablemente resolverse mediante el procedimiento previsto en el interior del propio sistema: Reformar la Constitución”. ¡Parecen palabras escritas hoy mismo! “Las resistencias conservadoras -continúa- lo hicieron imposible. Precipitaron a la corona hacia la alianza con los sectores civiles y militares intransigentes […] en contra del parlamento, en contra de los partidos históricos que en verdad ya estaban desfasados, en contra de las nuevas fuerzas democráticas, en contra de la comprensión del ascenso de las masas populares […]. La solución más aparentemente elemental, reformar la Constitución de 1876 por unas Cortes cuasi-constituyentes nacidas desde dentro y no desde fuera del sistema, resultó en última instancia barrida”. La cita es larga pero instructiva. En la larga decadencia del reinado de Alfonso XIII hubo que pasar por lo que podríamos llamar las tres R. Primero se intentó la Regeneración, tras la pérdida de las últimas colonias en 1898; luego se habló de Renovación, que por la cita anterior hemos visto no llevó a nada, y finalmente tuvo que ser la República la que acabara con ese régimen. Aunque, lamentablemente, antes hubo que pasar por la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930).
Para la mayoría del arco parlamentario las propuestas de cambio se concentran en una supuesta reforma de la Constitución que saben que es prácticamente imposible, excepto, claro está, cuando se trata de pagar a los bancos antes que salvar a personas, o de aplicar el antidemocrático artículo 155. Porque la misma idea de reformar la Constitución pone patas arriba todo el entramado definido en el pacto de 1978 y escorado hacia la derecha en las sucesivas interpretaciones que el Tribunal Constitucional ha ido definiendo a lo largo de los años. Y porque es evidente que una reforma constitucional de profundidad implicaría abordar una salida al conflicto catalán y la sociedad podría plantearse el problema de para qué seguir manteniendo a la monarquía. Se puede hablar del tema, pero mejor no tocarlo.
Todo parece indicar que las elecciones del 10 N no cambiarán el panorama político y, si es así, no harán más que agravar la inestabilidad y la sensación de parálisis total. Por eso es más urgente plantear las alternativas posibles de cambio con perspectiva republicana y constituyente, la alianza política y social de las izquierdas y el soberanismo e independentismo para abordar cambios sociales y políticos, de mejora de las condiciones de vida de la mayoría y de cambios democráticos para resolver los problemas territoriales. Siempre se encuentra gente que con la excusa de la “correlación de fuerzas” expresa que no hay condiciones para tal perspectiva y se acaban adaptando a lo que hay, y por eso aún se hace más complejo construirla. En lo inmediato, habría una alternativa de gobierno que se expresó en la moción de censura contra Rajoy, una alianza entre las izquierdas y los independentistas y soberanistas catalanes, vascos y gallegos. Pero la principal fuerza, el PSOE, no quiere ni oírla. Esa sería una fórmula de estabilidad para afrontar los problemas; las otras, hasta ahora, no han ofrecido más que la inestabilidad que se expresa en esta nueva repetición electoral.
Miremos un poco más allá de las próximas semanas y de las campañas electorales para preguntarnos sobre las razones de esta crisis, como hace el escritor Isaac Rosa en su columna de El Diario de 18 de septiembre: “No sé, igual es que la crisis política española no es la crisis de estos o aquellos partidos, sino mucho más profunda, y por supuesto no se va a arreglar votando más veces ni creando más partidos. Después de una crisis económica y social que ha dejado tantos destrozos, desigualdad e incertidumbre, tampoco es tan raro que el país se vuelva tan ingobernable e inestable como las vidas de tantos ciudadanos”.Miguel Salas sindicalista y miembro del consejo de redacción de Sin Permiso