En las apenas cien horas que trascurrieron entre el asesinato de Arturo Ruiz en la calle de la Estrella y el sepelio de los cuatros abogados y el sindicalista asesinados en el atentado del despacho del número 55 de la calle de Atocha se condensan en Madrid dos aspectos clave de la Transición política. Mejor dicho, dos desmentidos. En primer lugar aquellos acontecimientos dan al traste con la cháchara de la «transición pacífica» o la «transición modélica». En segundo lugar, desmienten ese lugar común de la Transición como un «pacto por arriba» o como una «democracia otorgada».
El proyecto del primer Gobierno de la Monarquía, capitaneado por Arias Navarro, fue siempre un proyecto continuista, una suerte de «franquismo sin Franco». Sin embargo, el estado de huelga permanente del primer trimestre de 1976 y la movilización social en su conjunto hicieron ver al monarca que continuar por esos derroteros podía costarle la propia corona. Ahí estaba el ejemplo de su familia política y Grecia. De manera que el 5 de julio de aquél año nombró a Adolfo Suárez presidente del gobierno. Con Suárez, también hubo que «empujar». De hecho, si 1976 acabó con el Referéndum para la Reforma del 15 de diciembre, también lo hizo con el paro general convocado el 12 de noviembre por la Coordinadora de Organizaciones Sindicales (COS) formada por CCO, UGT y USO. Se habla mucho de la audacia de Suárez a la hora de legalizar al PCE. Se habla menos, sin embargo, de que en la cabeza de su ministro de Relaciones Sindicales, Enrique de la Mata, rondaba la idea de abrir la mano a las libertades sindicales, pero retrasando la legalización de CCOO. Los dirigentes del sindicato rechazaron categóricamente esta propuesta.
Tampoco la salida a la calle de los presos políticos y el final de aquél eterno exilio llovieron del cielo. Desde finales de 1975 las convocatorias de lucha por la amnistía se habían sucedido una tras otra y cada vez más masivas. Todavía el domingo 23 de enero de 1977 hubo una de esas convocatorias. Y eso que manifestarse en la calle era una actividad de riesgo. El ministro de Gobernación, Rodolfo Martín Villa y el gobernador civil de Madrid. Juan José Rosón, no se andaban con miramientos. Prohibían una tras otra cualquier manifestación y mandaban a los antidisturbios a moler a palos a los manifestantes. Como gente del «Régimen» que eran, tenían una visión de las libertades como un problema de orden público. Entonces, mezclados con los grises, a la carrera individuos con gabardina y «loden» blandían pistolas y otros artilugios. A veces eran funcionarios de policía de paisano; otras, ultraderechistas como los Guerrilleros de Cristo Rey; y otras, ambas cosas a la vez. Como había muchas manifestaciones, como decimos, la presencia de estos dispositivos represivos en la calle era el pan de cada día.
Así, avanzada la mañana de aquél domingo, un nutrido grupo de manifestantes proamnistía que se zafaba de una carga policial, se topó con cuatro pistoleros de extrema derecha. Uno de ellos disparó dos veces al aire, pero uno de sus compañeros le arrebató la pistola y mato a Arturo Ruiz de dos tiros a bocajarro. Cuando llegó la policía, los manifestantes vieron como retenían a dos de los ultraderechistas dejándolos marchar inmediatamente. Arturo Ruiz tenía 19 años, trabajaba y al mismo tiempo estudiaba BUP. Era, asimismo, un militante de izquierda. Detenido, quien había asesinado a un luchador por la amnistía se benefició de esa misma amnistía meses después.
A la mañana siguiente cerraron las universidades Autónoma y Complutense y los estudiantes inundaron las calles de Madrid. Otra vez la policía tras ellos. En la esquina de Libreros con la entonces Avenida de José Antonio un bote de humo lanzado por los grises acabó con la vida de Mari Luz Nájera. Mari Luz no era militante, pero como tantos miles de jóvenes aquella mañana salió a la calle a protestar con sus compañeros de facultad.
En la noche del mismo lunes 24, sobre las 22’30, un comando ultraderechista subió al despacho de abogados laboralistas de Atocha 55. Eran militantes comunistas y de CCOO. Nada más abrirles la puerta comenzaron a disparar sobre las nueve personas que allí trabajaban. De ellas, cuatro abogados y un sindicalista que hacía labores de administrativo fallecieron en el acto. Las otras cuatro quedaron gravemente heridas. Los asesinos, buscaban a un dirigente sindical del transporte interurbano, Joaquín Navarro. En el sector se había producido una huelga muy dura que se saldó con algunas ventajas para los trabajadores. Las empresas del transporte interurbano estaban dominadas por una mafia con fuertes vínculos en el sindicato vertical franquista.
El día siguiente al atentado se registraron paros a lo largo y ancho del país y el entierro dio lugar a la manifestación de masas más grande que tenía lugar en Madrid desde la Segunda República. Fue una marcha en silencio y sin incidentes. Fue esta impresionante movilización, la capacidad intimidatoria del movimiento obrero, más que la audacia, lo que convencieron a Suárez de que no sería posible una democracia con exclusiones. Tuvo que modificar la hoja de ruta y legalizar al PCE y a las Comisiones Obreras para dar credibilidad al proceso de democratización. Bien es cierto que todavía en las primeras elecciones de junio de 1977 las organizaciones a la izquierda del PCE no eran legales y tuvieron que presentarse en coaliciones con nombres desconocidos hasta entonces. Tendrían que esperar.
De manera que la fuente de los derechos y libertades debe situarse en aquellas movilizaciones, en el esfuerzo del antifranquismo y en la rotunda presencia del movimiento obrero.
Ramón Górriz Presidente de Historia, Archivo y Biblioteca de la Fundación 1º de Mayo
José Babiano Director de Historia, Archivo y Biblioteca de la Fundación 1º de Mayo