Señor, no sé lo que pasa,
pero me parece que Vuestra Majestad
no recibe el afecto y ceremonia acostumbrados.
(Rey Lear. Shakespeare)
Esta grave crisis del coronavirus le está afectando también a la monarquía. El discurso vacío y sin empatía del rey español estuvo acompañado de caceroladas masivas en numerosas ciudades y ha representado otro momento más de distanciamiento y ruptura con la institución monárquica. Quizás se esperaba alguna explicación sobre la corrupción del rey emérito; alguna medida para aclarar dónde está el dinero; alguna decisión para devolverlo o, como se pide insistentemente, que esos millones de euros se dediquen a la sanidad pública. Sobre eso, nada, silencio. Parece que lo único que ha aprendido del coronavirus es que hay que lavarse las manos, pero no ha captado que no hay que lavárselas de la corrupción. Muchos medios de comunicación, incluso algunos partidarios de la monarquía, han tenido que reconocer que el discurso no estuvo a la altura de la gravedad de la situación del país, sino de alguien que está muy lejos de la realidad.
Es tan evidente la preocupación de las clases dirigentes que han tenido que salir en defensa de lo indefendible. Uno de los más hipócritas ha sido El País, que en un editorial decía que “la gravedad de unos hechos presuntos […] no puede ser minimizada con la excusa de proteger el sistema constitucional de 1978”, para, a continuación, decir “que bajo ninguna circunstancia se pueden confundir las instituciones con las personas que las encarnan”. ¿Nos quieren tratar de imbéciles? Si hay una institución personal, esa es la monarquía, que se hereda, que no se elige, que personalmente es insustituible y que además granjea más derechos que a cualquier otro ciudadano del reino. Este ha sido otro de esos momentos que reflejan la separación y ruptura de sectores del pueblo con la monarquía. Como fue el discurso del 3 de octubre de 2017 tras el referéndum y la represión policial en Cataluña. O cuando el rey ahora emérito fue descubierto matando elefantes en África y tuvo que salir diciendo aquello de “Me he equivocado. No volverá a ocurrir”. Tuvo que abdicar en una operación para salvar a la monarquía y ahora le han vuelto a pillar. Con los Borbones no hay remedio.
La corrupción que nunca acaba
El hilo conductor de toda la tradición borbónica ha sido la corrupción, que ha contagiado históricamente al conjunto del Estado y su funcionamiento. El último episodio conocido vendría a ser el modus operandi durante años y años y de reinado en reinado: el ahora rey emérito recibe una comisión de Arabia Saudita, probablemente por el contrato del AVE de La Meca a Medina. La prensa suiza y británica publican que se investiga a Juan Carlos I por la existencia de una cuenta en Suiza de unos 90 millones de euros, de los que habría entregado 65 a su antigua amante, Corinna Larsen. Informan de otras cuentas en Liechtenstein y Panamá en las que aparece como beneficiario Felipe VI. Hasta la Fiscalía Anticorrupción se ve obligada a declarar que inicia una investigación. Esas cantidades, que podrían ascender a más de 200 millones de euros, no han sido nunca declaradas y no han pagado los correspondientes impuestos. “Me he equivocado. No volverá a ocurrir”. El escándalo es tan enorme que Felipe VI declara que renuncia a la herencia (cosa que no tiene valor jurídico porque no se puede renunciar a algo que no se ha recibido) y le quita la asignación anual (194.232 euros) a su padre; pero, lamentablemente, no renuncia a la principal herencia que ha recibido: el Reino de España. El hijo “mata” al padre para salvarse él; antes ya han “liquidado” a Urdangarin (que también supo subirse al carro de la corrupción) y a su mujer Cristina, la hermana del rey. Daría para un nuevo drama histórico shakespeariano, ya que además es bastante público que entre los diferentes miembros de la familia vuelan los cuchillos. Cara a la opinión pública, parecen decisiones que preservan la ética y la moral del rey, pero la realidad es que otra vez ha sido sorprendido un Borbón (Felipe VI sabía que era el beneficiario y no dijo nada hasta que salió a la luz pública), y lo que ha hecho solo pretende intentar salvar su reinado.
La lista de hechos corruptos, o directamente robo, no tendría fin. Para no remontarnos más atrás, empecemos por su abuelo, Alfonso XIII. De él escribiría Valle Inclán al proclamarse la II República: «Los españoles han echado al último de los Borbones, no por rey, sino por ladrón”. Su forma de actuar era muy sencilla: como disponía de información privilegiada, invertía en empresas como Transmediterránea, Metro de Madrid, Hispano Suiza y otras a las que favorecía con contratos del Estado. Cuando abandona España al proclamarse la república, los monárquicos hicieron campaña de que se había ido sin nada, pero no era cierto: lo tenía todo fuera. En cuentas en Londres y París disponía de una fortuna de 70 millones de pesetas de la época, equivalentes hoy a más de 144 millones de euros. Además, los primeros dirigentes republicanos fueron tan ingenuos que permitieron que la reina se llevara todas sus joyas.
Don Juan, el padre de Juan Carlos I, también lloró diciendo que no tenía fortuna y mendigó por aquí y por allá. Desde 1947, Franco le pagó 250.000 pesetas anuales (que no era poco para la época, aunque ya se sabe que ser príncipe o rey tiene muchas exigencias) y le devolvió las propiedades incautadas por la república, entre ellas el Palacio Miramar de San Sebastián, el de la Magdalena de Santander y la isla de Cortegada en la ría de Arosa. No le debieron ir mal las cosas, porque al morir dejó una herencia de 1.000 millones de pesetas, evidentemente en bancos suizos, de los que su hijo recibió más de 700.
El Borbón Juan Carlos ha superado a sus antecesores. La lista sería interminable. Probablemente no ha habido operación oscura en la que no haya tenido alguna participación. Ruiz Mateos, el empresario jerezano de la expropiada Rumasa, declaró públicamente que le había donado 1.000 millones de pesetas. Se sabe que en los inicios de la transición Juan Carlos I recibió 100 millones de dólares de Arabia Saudita para “ayudar al proceso democrático”. Es conocido que durante mucho tiempo (¿quizás hasta que dejó de ser rey?) estuvo cobrando un 2% por las compras de petróleo que el estado hacía a Arabia Saudita. Estuvo relacionado con los escándalos financieros de Mario Conde (Banesto); con los de su amiguísimo Manuel Prado y Colón de Carvajal (Expo del 92 en Sevilla); con la operación KIO (el entramado de empresas de Kuwait) del que desaparecieron unos 500 de millones de dólares, en la que también estaba el conocido ladrón y estafador Javier de la Rosa. Una vida digna de Borbón, cara al público, la ética y moral cristiana (no robarás; no desearás la mujer del prójimo); en la realidad, llenarse el bolsillo en nombre de la patria y la moralidad.
Este modo de actuar ha impregnado históricamente al Reino de España. Los monarcas, las clases dirigentes, y no digamos durante la época franquista, siempre consideraron el Estado como un campo del que sacar el máximo provecho posible, y la corrupción y los negocios en torno a él siempre han sido una fuente de ingresos para las clases poseedoras o para los arribistas de turno. Si una parte decisiva de la quiebra de la monarquía tiene que ver con la corrupción, tengamos también en cuenta que el PSOE de Felipe González cayó también por la corrupción, como el PP de Rajoy. Es todo un sistema de funcionamiento del régimen.
El rey (y el régimen) al desnudo
Desde el punto de vista político, este escándalo y tradición borbónica no solo deja al rey emérito y a su sucesor al desnudo, sino que también desnuda al régimen político surgido de la transición al franquismo. El Juan Carlos I garante de las libertades, salvador de la patria tras el golpe de Estado de 1981, el mejor embajador de España, garante de la Constitución y de la unidad del Reino no es más que un vulgar comisionista, alguien que toda su vida se ha aprovechado de su título para amasar una ingente fortuna (la prensa norteamericana la estimó hace ya unos años en alrededor de 2.000 millones de euros).
No hace falta repasar las hemerotecas para comprender que durante todos estos años se montó un gran espectáculo de ocultación de la verdad. Se sabía, se tenían pruebas, pero había que taparlo para mantener el régimen, para que la corrupción se perpetuara. Al quedar desnudo el rey queda desnudo también el régimen que le ha sostenido. No podrá sostenerse uno sin el otro. Parafraseando a Calderón de la Barca, “sueña el rey que es rey, y vive con este engaño mandando […] que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”. Hemos vivido como si fuera un sueño, porque la realidad es tan cruel como la habíamos imaginado, y al despertar nos damos cuenta de la podredumbre de un régimen que merece ser cambiado. Ahora desplegarán su acorazada mediática para salvar al rey Felipe, por ejemplo, impidiendo una comisión de investigación sobre su padre en el Congreso, pero cada vez lo tienen peor para colarle a la población otro engaño como el del padre.
No faltan argumentos e iniciativas para que salgamos de esta crisis del coronavirus planteando seriamente una perspectiva republicana. Vale la pena la lectura de este artículo de Javier Pérez Royo sobre la crisis de legitimidad de la monarquía; y esta otra iniciativa para exigir un referéndum sobre la forma de Estado.
Un cambio político exige la participación de millones de personas, en la calle y en las urnas (y esta situación de confinamiento no ayuda) pero, a veces, la conciencia tiene recorridos insospechados. Todos los medios que se hicieron eco de la cacerolada señalaron que fue importante en Barcelona, Valencia, en otras ciudades y en barrios de Madrid. Esta vez las cacerolas permitieron expresar la unidad de la protesta, por encima de territorios. Esa unidad, y las alianzas políticas y sociales que se necesiten, es la que puede dar el empuje para que los valores republicanos que expresan se transformen en una república de plenas libertades y derechos sociales.
Miguel Salas es miembro del consejo editorial de Sin Permiso