La inhabilitación del president de la Generalitat, Quim Torra, es un hecho de extrema gravedad. Se puede tener una opinión muy contraria sobre su política, pero no han sido los votantes ni los parlamentarios quienes lo han sacado de la Generalitat sino unos cuantos jueces del Tribunal Supremo que fueron nombrados a dedo y que desde hace dos años tienen su mandato caducado. Desde un punto de vista democrático la ilegalidad está en ese Tribunal que ejerce justicia, es un decir, a sabiendas que no debería.
Es de una enorme gravedad democrática porque, como muchos juristas y catedráticos de derecho han explicado, no hay razones jurídicas de peso como para tomar esa grave decisión. [Alguna de ellas puede leerse en esta misma entrega de Sin Permiso]. Recordemos que el origen está en una orden de la Junta Electoral Central (JEC), que no es un órgano judicial sino simplemente electoral, para que retire una pancarta que pedía la libertad de los presos políticos. Ni siquiera se trata de desobediencia porque no hubo requerimiento judicial sino simplemente administrativo. No hubo desobediencia ya que al final la retiró, más tarde del día que exigía la JEC, pero la retiró. Se resistió porque consideró, con razón, que la JEC no estaba por encima del president de la Generalitat y lo hizo porque la consideró una orden ilegal que atacaba la libertad de expresión. Y, sin embargo, ninguno de esos argumentos ha servido para evitar que el Tribunal Supremo, por primera vez desde que está en vigor la Constitución, inhabilite al presidente de una autonomía. Hasta el Consell de l’Advocacia Catalana, que representa a los abogados, ha criticado la sentencia al considerarla “desproporcionada” respecto a los hechos juzgados y sancionados, y porque “deslegitima la voluntad popular, libre y pacíficamente expresada en las urnas”. Una decisión muy grave.
La sucesión de acontecimientos permite entender bien el tipo de justicia que se imparte en este país. El mismo día, el 28 de septiembre, que se inhabilitaba a Torra se conocía la sentencia contra J. Pesarrodona, un conocido militante y payaso catalán, de 14 meses de inhabilitación y 2.100 euros de multa por participar en las votaciones del 1 de octubre de 2017. En realidad, por pura venganza porque apareció en una fotografía con la nariz de payaso ante un guardia civil. Ese mismo día se iniciaba el juicio contra Tamara Carrasco, que fue detenida por un audio de WhatsApp que ella envió pero que no había grabado y que, por orden judicial, ha tenido que estar un año sin poder abandonar su población, Viladecans. No solo hay presos políticos, otros exiliados y el president inhabilitado, sino que va a haber un reguero de juicios para las más de 2.800 personas encausadas por la rebelión catalana. Sin una ley de amnistía que resuelva toda esta represión el conflicto seguirá vivo en Cataluña y seguirá siendo uno de los elementos decisivos de la política española. Se equivoca, y mucho, quien no lo quiera ver o mire hacia otro lado.
Al día siguiente, 29 de septiembre, la Audiencia Nacional daba otro bombazo absolviendo de delito de estafa y falsedad contable a los encausados por el caso Bankia, Rodrigo Rato y 33 más. Según la Audiencia Nacional, como los supervisores, Banco de España y la Comisión Nacional de Valores, dieron el visto bueno para la operación no hay razón para condenarlos. No pasa nada, los responsables se van de rositas y ya está el pueblo para pagar los más de 22.000 millones que costó salvar Bankia. ¿Alguien puede todavía poner en duda el carácter clasista y antidemocrático de la justicia que nos gobierna? Un ejemplo: a Rato se le concede el tercer grado y se les niega a los presos independentistas. Que la suma de este tipo de decisiones no nos acostumbre a aceptar como normales lo que a todas luces son medidas antidemocráticas.
Sí, decimos bien, nos gobierna, porque la judicatura no solo interpreta las leyes, sino que las modifica e incluso crea legislación. Fue así con el Estatut de Cataluña. Lo acaba de hacer aceptando que la JEC pueda imponer sus decisiones durante las campañas electorales o con la sentencia sobre Bankia en relación a las consecuencias sobre la crisis bancaria y de las cajas de ahorros. Es, hay que reconocerlo, un elemento importante de la tendencia regresiva en el terreno de las libertades. Si los parlamentos o los gobiernos tienen dificultades para imponer medidas regresivas siempre están detrás vigilantes y dispuestos los miembros de la judicatura, sostenidos e impulsados por las derechas. Es evidente en el Reino de España y es también un reflejo de las dificultades políticas del propio régimen para imponer determinadas decisiones. La justicia se presenta como si fuera más neutral, se impone por encima de las clases sociales, los partidos y las instituciones democráticas, e incluso por encima de lo que puedan decidir los electores, pero, al mismo tiempo, deja más al desnudo su verdadero carácter clasista y antidemocrático y lo que es: uno de los últimos parapetos de defensa del Estado monárquico.
Se trata de una tendencia a nivel internacional. En Brasil fueron los jueces quienes echaron a la presidenta Dilma Rouseff e impidieron que se presentara Lula, abriendo así el camino al parafascista Bolsonaro. En Bolivia, los jueces colaboraron activamente en el supuesto fraude electoral que acabó con la presidencia de Evo Morales. Lo acabamos de ver en Estados Unidos. Trump, abusando de su papel como presidente un mes antes de las elecciones, ha nombrado para el Tribunal Supremo a una jueza conservadora y antiabortista en sustitución de otra jueza fallecida que se había destacado en la defensa de los derechos de las mujeres.
Esa presión judicial es posible gracias al conciliábulo entre las derechas y los restos del franquismo incrustados en el aparato del Estado. La suma de decisiones judiciales junto al bloqueo de la renovación del Consejo del Poder Judicial es lo más parecido, como denuncia el abogado y diputado de Unidas Podemos, Jaume Asens, a un “ejercicio de golpismo institucional”. Pero la respuesta a esos desafíos no puede estar en la defensa del actual régimen monárquico, sino en abrir una perspectiva republicana, de soberanía del pueblo, de limpieza de las cloacas del Estado, de ejercicio pleno de los derechos y libertades, tanto sociales como democráticos. Ese es el reto, querer evitarlo o mirar hacia otro lado solo servirá para dar más alas a las derechas y a los sectores más reaccionarios.
La inhabilitación de Torra abre una nueva etapa en Cataluña. Su gobierno llevaba ya meses paralizado y sin ninguna iniciativa política ni legislativa. Las elecciones, previstas para febrero, concentrarán las luchas políticas sobre quien encabezará electoralmente el movimiento independentista, si ERC logra por fin imponerse a la candidatura de Puigdemont o la Generalitat seguirá presidida por quien encabece la candidatura de Junts per Catalunya. [Ver artículo publicado en Sin Permiso]. Tres años después de octubre de 2017 sigue pendiente el balance , o los balances, de la impresionante movilización popular y sigue sin existir un plan de acción y de objetivos para el ejercicio del derecho de autodeterminación, que necesariamente debe estar ligado a un plan social y económico que responda a la profunda crisis económica y sanitaria creada por la pandemia.
Miguel Salas Es miembro del Comité de Redacción de ‘Sin Permiso’