El 19 de octubre se cumplieron cien años del fallecimiento del periodista y revolucionario norteamericano John Reed. Aunque murió muy joven, a los 33 años, vivió intensamente participando y siendo fiel cronista de grandes acontecimientos históricos. Muchas generaciones leyeron y vivieron esos acontecimientos a través de sus escritos, que quedarán para la historia tal como él los contó.
Si se quiere conocer las luchas de clases a principios de siglo en Estados Unidos hay que leer a Reed. En 1912, se desató una importante huelga de los trabajadores de las sederías de Paterson (Nueva Jersey). La prensa ocultaba todo lo que estaba ocurriendo, y cuando Reed se enteró se trasladó al lugar de los hechos y relató algunas de las más bellas páginas sobre la lucha obrera. “Hay una guerra en Paterson, Nueva Jersey. Pero un curioso tipo de guerra. Toda la violencia es obra de un bando: los propietarios de las sederías. Su servidumbre, la policía, golpea a hombres y mujeres que no ofrecen resistencia y atropella a multitudes respetuosas de la ley. Sus mercenarios a sueldo, los detectives armados, tirotean y matan a personas inocentes. Sus periódicos, el Press y el Call, incitan al crimen publicando incendiarios llamamientos a la violencia masiva contra los líderes de la huelga. Su herramienta, el juez penal Carroll, impone pesadas sentencias a los pacíficos obreros capturados por la red policíaca. Controlan de modo absoluto la policía, la prensa, los juzgados. Para oponerse a ellos, veinticinco mil obreros de los telares permanecen en huelga”.
Entre 1913 y 1914 estuvo en México. Hay que leer a Reed para conocer esa revolución como si estuvieras allí mismo. “Sus artículos del Metropolitan me hacen ver México” -escribió Rudyard Kipling, el autor de El libro de la selva. “Captó el espíritu de este querido pueblo, donde lo fantástico es lo corriente, y lo imposible lo que ocurre cada día”, relató el escritor y explorador Gregory Mason. Con pocas pero certeras palabras era capaz de transmitir una imagen que se quedaba en la retina del lector. Dice sobre Pancho Villa, que encabezaba a los rebeldes en el norte de México: “Creía que repartir las tierras entre el pueblo y construir escuelas solucionaría todos los problemas de la civilización”. Capaz también de explicar con sencillez el programa de los revolucionarios: “Los mexicanos ricos, que habían oprimido al pueblo y se habían opuesto a la revolución, fueron expulsados rápidamente del Estado y vieron confiscadas sus vastas propiedades […] De hecho, en México sólo hay y ha habido una revolución. Ante todo, es una lucha por la tierra” (Menos del 5% de la población poseía virtualmente la mayoría de las tierras cultivables). El periodista y escritor Walter Lippmann lo aclamó como “el mejor periodismo que se haya hecho nunca… La variedad de sus impresiones, los recursos y el colorido de su lenguaje parecían inagotables… y la revolución de Villa, que hasta entonces aparecía en la prensa sólo como un incordio, pasó a ser una multitud de campesinos que se desplazaban en un maravilloso panorama de tierra y cielo”.
Nacido en 1887 e hijo de una rica familia de Portland (Oregón), estudió en la universidad de Harvard, donde ya destacó por su rebeldía, vitalidad y entusiasmo por las causas democráticas y de los desfavorecidos. Al acabar sus estudios, en 1910, recorrió parte de Europa y visitó España. Pasó por San Sebastián, Tolosa, Burgos, Valladolid, Toledo y Madrid. En Medina del Campo fue detenido mientras esperaba un tren en la estación. Parece que tenía que pasar por allí alguna persona de la realeza y la policía arrestaba a todos los sospechosos. Llamó la atención por su vestimenta y lo confundieron con un anarquista. Fue puesto en libertad al comprobar que se trataba de un ciudadano americano (Un paseo por España. Colección John Reed. Ensayo inédito).
A la vuelta a Nueva York intentó ganarse la vida dedicándose al periodismo y a su ilusión de ser poeta, mientras iba haciéndose consciente de las desigualdades sociales y convertía su rebeldía en un compromiso con los oprimidos y desheredados. El éxito de sus relatos sobre la huelga de Paterson y la revolución mexicana le abrió las puertas para colaboraciones con distintos medios de prensa. Cada uno de los acontecimientos en los que se concentraba acababan teniendo una gran repercusión. En 1913 se había desencadenado una huelga de los mineros del carbón en las regiones mineras de Colorado. Los mineros y sus familias vivían sobreexplotados y en un régimen semi feudal, las casuchas eran de las compañías, había que comprar en las tiendas de las empresas, no había agua corriente y si alguien protestaba sencillamente era expulsado de la ciudad. A pesar de las enormes dificultades, sindicalistas revolucionarios de la IWW (Industrial Workers of the World) lograron organizar un sindicato y declarar la huelga. En abril de 1914, la represión de los guardias federales y la vigilancia privada mató a 45 obreros e hirió a otros tantos. Una de las minas era de los Rockefeller. Reed se trasladó allí, denunció la situación en un reportaje titulado La guerra del Colorado, que permitió organizar una amplia campaña de solidaridad. Aunque la huelga, que duró quince meses, no logró vencer, tiempo después los obreros lograron el reconocimiento de sus derechos, aumentos salariales, la mejora de sus viviendas y escuelas y el derecho a dejar de comprar obligatoriamente en las tiendas de las compañías.
Así fue convirtiéndose en un referente para quien quisiera estar bien informado. Hay que leer a John Reed si se quiere conocer la vida en las trincheras de la Primera Guerra Mundial – “la guerra de los comerciantes”, como la llamó- en los Balcanes, o en diferentes frentes. Cuando Estados Unidos decidió entrar en la guerra, a Reed le tuvieron que extirpar un riñón y los médicos lo declararon inútil para el servicio militar. “La pérdida de un riñón -decía irónicamente- me puede librar de hacer la guerra entre dos pueblos. Pero no me exime de hacer la guerra entre las clases”. John Dos Passos escribió: “Jack Reed era el mejor escritor americano de su tiempo, si alguien deseaba saber algo sobre la guerra, podía leerlo en los artículos que escribió […] Reed estaba con los muchachos que morían, con los alemanes, los franceses, los rusos, los búlgaros…”. O leer relatos tan magníficos como Hija de la revolución, un alegato por la libertad y emancipación de la mujer en el París de la época a través de la historia de una nieta de combatientes de La Comuna de 1871 e hija de sindicalistas revolucionarios.
Cuando estalló la revolución rusa hizo lo imposible para vivirla en primera persona. Logró zarpar en el mes de agosto y llegó a Petrogrado a mediados de septiembre para asistir a la victoria de la revolución que tan magistralmente explicó en Diez días que conmovieron el mundo. Un libro que permite entender mucho mejor el proceso político y social de la victoria de los obreros y campesinos, que nos hace asistir como si estuviéramos allí a las sesiones de los soviets, que nos presenta en directo a los líderes bolcheviques, que nos da a conocer las primeras medidas del gobierno obrero y campesino; en definitiva, nos hace vivir esos históricos diez días. Al leer este libro llama la atención la cantidad de documentos que Reed cita textualmente. La respuesta la dio su amigo Albert Rhys Williams, que compartió con él y su esposa Louise Bryant aquellos días rusos: “Por dondequiera que pasaba iba recogiendo documentos. Reunió colecciones completas de [los periódicos] Pravda e Izvestia, proclamas, bandos, folletos y carteles. Sentía una especial pasión por los carteles. Cada vez que aparecía uno nuevo no dudaba en despegarlo de las paredes si no podía obtenerlo de otro modo. [Los carteles] eran pegados unos encima de otros, en capas tan espesas que un día Reed desprendió dieciséis superpuestos. Me parece verlo en mi cuarto mientras tremolaba la enorme plasta de papel, gritando: ‘¡Mira! ¡He agarrado de un golpe toda la revolución y la contrarrevolución!’”.
En abril de 1918 volvió a Estados Unidos, donde se convirtió en un propagandista de la revolución rusa y un organizador de las ideas del bolchevismo en su país. Al cabo de unos meses empezó a ser vigilado y perseguido por la policía, y en septiembre de 1919 tuvo que abandonar ilegalmente el país. Volvió a Rusia, participó en el Segundo Congreso de la III Internacional, en el que presentó, por primera vez en la historia del movimiento obrero, un informe sobre la cuestión negra en Estados Unidos, que en el Cuarto Congreso se convirtió en una resolución. En un viaje a Oriente enfermó y murió de tifus el 19 de octubre de 1920.
Cien años después sus libros siguen editándose. En 2017, con motivo del centenario de la revolución rusa, cinco editoriales volvieron a publicar en castellano Diez días que conmovieron al mundo, y otra editorial en catalán. En este 2020 se ha vuelto a editar México Insurgente. Sus escritos y relatos no eran simple propaganda ni falsa objetividad, sino un reflejo de lo que vivía y vivían los demás, buena literatura y buen periodismo revolucionario de alguien comprometido con la revolución. El historiador norteamericano Howard Zinn escribió sobre él: “Pero lo peor fue que se negaron [él y otros] a ser meros escritores e intelectuales de esos que atacan al sistema con palabras; en vez de eso, se unieron a piquetes, se amaron con libertad, desafiaron a los comités del gobierno, fueron a la cárcel. Se mostraron partidarios de la revolución en sus acciones y en su arte, al mismo tiempo que ignoraban las sempiternas advertencias que los voyeurs de los movimientos sociales de cualquier generación han lanzado siempre contra el compromiso político”.
Miguel Salas miembro del consejo editorial de Sin Permiso