Estamos hartos. Llevamos meses viendo el empleo colgar de un hilo y el salario encogerse ante cada factura. Las colas se han instalado en todas partes. La Administración atiende a la ciudadanía a través de teléfonos que solo se descuelgan de vez en cuando y en los centros de salud sigue faltando lo mismo que en el resto de los recursos públicos: medios humanos y técnicos, y procedimientos ágiles que respondan a las necesidades de las personas.
¿Dónde están los fondos económicos que tanto se anuncian? ¿En qué se emplean? Respecto a ello, lo primero a señalar es que el dinero no es tanto. El reino, según el último informe del FMI, gasta mucho menos que sus vecinos en la gestión directa de la pandemia: el 3,6% del PIB; Alemania emplea el 14% e Italia, el 5,2%. Lo segundo es que ese fondo no va a lo que hace falta. En los 8 meses trascurridos tras el primer confinamiento, todo ha empeorado. El escudo social diseñado se ha quedado pequeño e ineficaz de la mano de un Ingreso Mínimo Vital que no llega a un diente y de unas ayudas que se agotan en su fragilidad. En este tiempo, hemos visto cómo las promesas chocaban con su aplicación debido al caos organizativo provocado por más de un decenio de recortes que han tocado la espina dorsal de nuestros derechos dejando incapacitado y a merced de los más poderosos al Estado. Unos poderosos que, a base de deuda y de contratos, continúan vaciándolo de recursos con la inestimable ayuda de los jueces, tal y como reza la última sentencia que obliga al Estado a pagar 1.350 millones de euros a los bancos por el despropósito de Florentino Pérez y su proyecto Castor.
Bajo el actual estado de alarma, el problema sanitario, económico y social desnudado por la Covid ha quedado reducido a la responsabilidad personal, ajena (aparentemente) a cualquier política pública que no sea la de la multa y la porra. Nada distinto se recoge en su redactado. Por el camino de recorte de derechos solo ganan el PP y Vox.
El primer deber de todo gobierno es garantizar la existencia material digna de la población, proteger su salud, su vivienda, su empleo o su pequeño negocio, máxime en el “país del falso autónomo” y de la precariedad general. Todo debería someterse a ese principio democrático que convierte lo público en el nudo central de la organización social.
Claro que para combatir la Covid hay que reducir contactos, pero para lograrlo el estado de alarma actual no pasa de ser un brindis al sol incapaz de proveer de rastreadores o abrir centros de salud, frenar el colapso que se anuncia en las UCI o garantizar que no haya aglomeraciones en empresas y transportes.
Frente a los efectos más urgentes del empobrecimiento generalizado como, por ejemplo, los desahucios, necesitamos de manera inmediata leyes que los impidan y que a la vez pongan a disposición de la población las 3.400.000 viviendas vacías existentes.
Resulta urgente terminar con las colas del hambre e implantar una renta básica incondicional y universal para toda la población y financiarla con los impuestos de los más poderosos, sus empresas y bancos.
Ante esta segunda ola, el debate no está entre salud o economía, tampoco entre responsabilidad o irresponsabilidad personal, sino en si necesitamos más estado del bienestar y menos estado de alarma. Esa es la línea que debilitará a la derecha y unirá al pueblo.