Racismo

Un policía blanco asesinó en Minneapolis al afroamericano George Floyd. Pero esta vez el asesinato de un ciudadano a manos de la policía no ha sido un número más en una estadística que alcanza cada año mil muertes, dos tercios de ellas de personas negras. En esta ocasión, la gota ha colmado el vaso de un racismo institucional tan persistente como insoportable.

Desde hace dos semanas, decenas de miles de personas en todo el planeta, empezando por las ciudades de los propios EE.UU., se han lanzado a las calles para reclamar que las vidas negras importan “Black Lives Matters”. Un día tras otro, los gritos de denuncia y de exigencia de justicia e igualdad desafían a los toques de queda, a los policías o a los militares. El pasado domingo, Washginton fue un clamor al que se unión el resto del mundo. En las principales ciudades del Reino de España y en el resto de Europa se desarrollaron acciones de contra el racismo. En Brístol, la estatua de un traficante de esclavos y “prócer” de la ciudad acabó en el río.

Este crecimiento de la protesta se halla directamente relacionado con la discriminación que sufre en todo el planeta la población negra. Si bien hace tiempo que se acabó con el sufrimiento de la esclavitud, no han terminado ni el colonialismo imperialista ni el racismo. Un racismo alimentado por la desigualdad que lo ampara, y que se promueve y aplica en nombre de leyes como la de extranjería en el caso de España y de otras peores o parecidas en toda Europa. Leyes que recorren el espinazo de Estados como el español y que para su funcionamiento implican dinero, aparatos de justicia y policías que las hagan efectivas. Normas legales que alimentan los prejuicios entre la población y protegen el abuso de poder.

En 2014 una quincena de inmigrantes subsaharianos perdieron la vida por disparos de la Guardia Civil en la playa del Tarajal de Ceuta. En 2018, Mame Mbaye murió a manos de la policía en Lavapiés, en Madrid. Miles de personas se encuentran sin papeles, incapacitados legalmente siquiera para comprar una tarjeta de teléfono móvil. Su piel, su origen y su falta de medios marcan su sino bajo el capitalismo. No hay justicia ni derechos para ellos.

El estado de alarma que se acerca a su fin ha confinado a las personas, pero no al racismo. El alto número de denuncias policiales de personas de etnia gitana o latina durante el mismo así lo acredita. La xenofobia tiene en la aporofobia un aliado inseparable y un elemento básico de supuesta justificación argumental.

No habrá paz si no existe la justicia que se reclama en las calles; y para que la justicia avance, hace falta derogar las leyes que amparan ese racismo institucional en el Reino, como la de extranjería o las leyes mordaza. Es necesario cerrar definitivamente los CIE que ahora se hallan vacíos. Resulta imprescindible avanzar decididamente en la igualdad real republicana y en la libertad que la acompaña. Para ello hace falta una fuerte inversión social en lo público, en campos como sanidad, educación o vivienda, y también en dignidad a través de una Renta Básica Universal que garantice la existencia material de todas las personas.

Derribar el racismo apela a la inexorable lucha por la plena igualdad real entre las personas. O, dicho de otra manera, a oponernos a la inequidad social y política y, en particular, al sistema económico construido sobre la explotación de la mayoría y la desigualdad que la acompaña: el capitalismo.