“Para que el déficit presupuestario no genere inflación antes de que se alcance el pleno empleo, es necesario que los impuestos directos aumenten en la misma proporción que las rentas. Pero la burguesía prefiere suscribir deuda pública a pagar impuestos: la deuda paga dividendos, los impuestos no. El fraude fiscal es un fenómeno generalizado en la sociedad burguesa del siglo XX. Por ello, el déficit presupuestario va acompañado prácticamente siempre de un crecimiento de la deuda pública. El servicio de dicha deuda supone un peso cada vez mayor del gasto público. Tiende a hacer crecer el déficit presupuestario sin ningún efecto positivo sobre el empleo. Por el contrario: como los asalariados y las asalariadas pagan sus impuestos antes de recibir su paga, retenidos de la nómina, el crecimiento de la deuda pública implica una redistribución de la renta nacional a expensas de los asalariados y en beneficio de la burguesía”. Ernest Mandel, “Déficit presupuestario e internacionalización del capital en la teoría marxista”
Después de 90 horas de tensa negociación, a las 5:30 am, el Presidente del Consejo europeo, Charles Michel, anunció por twitter: ¡Acuerdo! Contamos ya con un relato pormenorizado del desarrollo de este Consejo europeo sin precedentes, concluido con el canto del “cumpleaños feliz” para Merkel, Costa y Löfven y la aprobación del Fondo “Próxima Generación UE” (NGEU) para la reconstrucción post covid-19 y el Marco Financiero Plurianual (MFP), los presupuestos europeos para 2021-2027. El primero, por un volumen de los 750.000 millones de euros, la cantidad anunciada en mayo por Merkel y Macron, de los que 390.000 millones de euros serán ayudas no reembolsables y otros 360.000 créditos a los estados miembros, recaudados mediante la emisión de bonos respaldados por el presupuesto europeo. Y este, se sitúa en un techo financiero de 1,074 mil millones de euros.
Las limitaciones de la deuda europea
Para una parte importante de los analistas, este Consejo europeo extraordinario ha supuesto el “momento hamiltoniano” de la UE, un nuevo avance sustancial en el proceso de construcción europea y hacia la unión fiscal, con la emisión de deuda europea que financiará el NGEU respaldada únicamente en el presupuesto europeo, no en el de los estados miembros. Sin embargo, para otros, como el primer ministro holandés Mark Rutte, se trata de una medida excepcional que no crea precedente, aunque la gestión de los bonos del NGEU se prolongue hasta el 2058. Si algo es evidente en los debates del Consejo es que no existe una visión común ni de los objetivos ni del proceso de construcción europeo. Y no puede existir, principalmente, porque la estructura económica y política recogida en los Tratados de Lisboa alienta una transferencia de valor y una desigualdad creciente entre el “centro” excedentario y la “periferia” deficitaria de la UE que pone en peligro su propia existencia, como ha puesto de manifiesto ya la crisis del euro y la crisis de Grecia tras la Gran Recesión de 2008. Por eso no se trata de una “mutualización” real de la deuda que haga corresponsables a los estados miembros, solo al presupuesto gestionado por la Comisión.
El largo proceso de negociación, iniciado por el eje franco-alemán en base a la propuesta de la Comisión europea en el mes de mayo y concluido ahora, ha girado sobre el volumen del Fondo, sobre el reparto de este en ayudas y créditos, sobre la gestión de la condicionalidad implícita en los programas, sobre el descuento a la contribución de los llamados “estados frugales” y sobre el techo financiero del presupuesto europeo, pero no sobre la emisión de deuda europea, aceptada desde el borrador de la propuesta de la Comisión europea.
Este es el gran cambio de orientación desde la gestión de la crisis del euro y la crisis griega, aplaudida por los mercados financieros, aunque ya existía el precedente de los bonos europeos emitidos para la financiación de la ayuda a Irlanda y Portugal hace una década, por valor de 50.000 mil millones de euros. Pero esta cifra se multiplicará casi por cuatro, hasta alcanzar los 196.000 millones de euros en bonos en 2021 y una cantidad similar adicional en 2022 y 2023. Si se suma a ello los bonos emitidos por el Banco Europeo de Inversiones y los fondos de rescate gestionados pro Bruselas, el total de la deuda de la UE se situará a finales del año que viene en unos 980.000 millones de euros, equivalente al mercado español de bonos, aunque inferior al de Italia, Francia y Alemania. La prima de riesgo de estos bonos se situará al nivel de los alemanes (triple A), frente a la clasificación inferior de los franceses, españoles y sobre todo italianos (triple B). Ello ayudará a ecualizar la prima de riesgo con el intercambio de los diferentes tipos de bonos y los programas de compra del BCE, que podría adquirir hasta el 50% de la emisión de los bonos europeos.
¿Supondrá esta inyección de liquidez europea, apalancada en los bonos de la UE, un cambio sustancial en el proceso de “financiarización” a nivel mundial o europeo? La pregunta puede plantearse en relación con dos recientes artículos publicados en SP de Michael Roberts, “Guerras de capitales” y de Rolando Astarita, “Financiarización en Argentina, análisis crítico”. Las cifras cuentan, partiendo del carácter secundario del euro en las reservas internacionales (20%) frente al dólar (62%), por el papel de moneda refugio de este último apoyado en su mercado de bonos. El paquete de las ayudas europeas frente a la crisis del Covid-19 asciende a un 13% del PIB de la UE distribuido en un período de siete años, aunque se pretenda concentrar el 70% en 2021 y 2022. Pero en el caso de EEUU ha sido hasta ahora del 15% del PIB, del 21% en Japón y del 4,2% en China. Y en la UE, a nivel de los estados miembros, del 14% en Alemania, 6% en Francia y 3,2% en España. Ello da una idea no solo de la insuficiencia del paquete aprobado por el Consejo Europeo estos días en el marco de la competencia entre los grandes bloques económicos, sino de la orientación hacia el mercado europeo de los bonos comunitarios. China puede buscar diversificar su cartera de divisas de 3 billones de dólares (que incluye el 4% de la deuda de EEUU), pero el volumen de las emisiones europeas no cambiará sustancialmente su composición.
El agrio debate sobre la distribución del Fondo NGEU entre ayudas y créditos responde a dos previsiones: la gravedad de los efectos de la crisis, que serán especialmente duros en Italia y España, y el peso de la deuda pública, que se sitúa para Italia en el 160% del PIB, el 159% para Grecia, el 131% para Portugal, frente al 116% de Francia y el 115% de España o el 49,5% de Países Bajos. Los “estados frugales” han utilizado su exigencia de reducción del componente de las ayudas no reembolsables como elemento negociador para asegurar el recorte sustancial de su contribución al presupuesto europeo, ya ligeramente aminorad. Pero la firmeza de los representantes de las cuatro grandes economías europeas, que ha mantenido las ayudas por encima del 50%, se explica por la necesidad de sostener el sistema financiero italiano y evitar una crisis en cadena que se extendería al resto de la banca europea. Con una prima de riesgo al borde de los bonos basura, Italia no puede aumentar sustancialmente su deuda pública.
El analista del Financial Times, Wolfang Münchau, recordaba no hace mucho una definición de Angela Merkel del financiero George Soros: “solo hace lo imprescindible para que la UE sobreviva”. Que el peligro de ruptura del mercado único europeo ha estado encima de la mesa de negociación de la mano del eje franco-alemán y de las exigencias de los estados miembros de la periferia, es constatable y ello ha llevado a cerrar el acuerdo del Consejo europeo. Pero los límites impuestos por los llamados “estados frugales”, escenificados en el enfrentamiento en la cena del domingo entre la primera ministra socialdemócrata finlandesa, Sanna Marin, y el presidente del gobierno socialdemócrata español, Pedro Sánchez, también se reflejan en ese mismo acuerdo en todas sus limitaciones e insuficiencias.
La condicionalidad y el margen para las políticas sociales
Tras el volumen y la composición del Fondo, el siguiente gran debate ha sido el de la condicionalidad, que implica en definitiva hasta que punto los estados miembros siguen manteniendo un margen de decisión soberana sobre la orientación social de sus políticas económicas o estas se subordinan a la correlación de fuerzas política general en la UE y en sus instituciones, como la Comisión o el Consejo, a través de los mecanismos de seguimiento establecidos por el Pacto Fiscal europeo, aunque sus objetivos hayan quedado en suspenso por la crisis del Covid-19.
El debate ha girado en donde se situaba el énfasis en el proceso de control, si después -como pretendían inicialmente Italia y España- o antes -como insistía Países Bajos- del acceso a los programas del fondo por los estados miembros. Si ese control recaía esencialmente en la Comisión europea, como prevé el Pacto Fiscal, o se trasladaba al propia Consejo europeo. La formula defendida por Rutte confería un derecho de veto a cada uno de los estados miembros en el Consejo previo al acceso al Fondo, desplazando a la Comisión en su papel de instancia de aprobación de las políticas económicas de los estados miembros. Pero chocó directamente con los estados de la “periferia” que temían el bloqueo del propio Fondo, con los del grupo de Visegrad, que consideraban que implicaría la condicionalidad política sobre el mantenimiento estado de derecho, cuestionado por sus políticas de derecha extrema, por la Comisión, que veía cuestionada sus competencias, y por Merkel y Macron, porque cuestionaba la autoridad final del eje franco-alemán.
La fórmula final pactada sigue atribuyendo a la Comisión la capacidad de seguimiento y aprobación de las políticas económicas de los estados miembros, pero ofrece un “freno” a cualquiera de estos en el Comité Económico y Financiero (Ecofin), que obligaría a posponer la aprobación final de acceso al Fondo a un debate en tres meses en el Consejo europeo y a su aprobación por una mayoría cualificada, o devolución a la Comisión para la decisión final.
Este mecanismo comunitario, ¿permite un margen para políticas que vayan más allá del neoliberalismo y la austeridad? O si se quiere, ¿Cuánto tiempo durará la suspensión del Pacto Fiscal y hasta que punto será posible flexibilizar sus limites cuando vuelva a entrar en vigor?
El propio diseño del Fondo hace pensar que hasta 2023, cuando se haya ejecutado el 70% del mismo, la prioridad será el relanzamiento y recuperación de las economías europeas frente a la Segunda Gran Recesión. Más allá de esa fecha, los índices de déficit fiscal y el volumen de la deuda pública de los estados miembros resituarán el eje del debate económico europeo en la reintroducción paulatina del Pacto Fiscal. Pero incluso en este periodo de dos años y medio de supuesta prioridad de la recuperación, se intensificará -como ya ha adelantado Rutte con sus exigencias de recorte del gasto social y flexibilización del mercado laboral- el conflicto de intereses sociales en la utilización de los fondos europeo, en el carácter de la reconstrucción económica, en definitiva en la redistribución entre salarios y beneficios.
Este conflicto es evidente por su intensidad en el Reino de España. Como he analizado en un artículo anterior, la derecha social ha situado en segundo plano su apoyo a la política de acoso y derribo del Gobierno de Coalición Progresista (GCP) del PP y Vox por la presión directa sobre el PSOE en relación al mantenimiento de la contrarreforma laboral del PP, el bloqueo de una reforma fiscal progresiva sobre rentas, beneficios de capital y grandes fortunas, y las ayudas a las empresas y la inversión pública frente al gasto social. Durante la larga negociación de finales de mayo hasta el Consejo europeo, la derecha política española, PP y Vox, han presionado a favor de la condicionalidad más estricta, apoyando la fórmula de Rutte, y una parte de la derecha social le ha acompañado en esta operación. Como Pablo Iglesias señaló ironicamente en el Congreso de los Diputados, la derecha española se ha convertido en el «partido holandés».
En el borrador de plan de recuperación presentado por el GCP a Bruselas se contaba con un monto de 75.000 millones de euros de ayudas europeas, que finalmente se situará cerca de los 73.000. Junto con los créditos, hasta los 140.000 millones previstos para el Reino de España, ello supondrá un impulso fiscal anual, según Raymond Torres, del 1,2% del PIB anual, “un punto menos de los necesario para que la política fiscal siga aportando actividad, en vez de drenarla”. Ello exige unos presupuestos expansivos, con ampliación de la deuda pública, con un margen que la sitúe alrededor del 120% del PIB. Ello no debe afectar, tras el acuerdo del Consejo europeo, ni a la actual prima de riesgo, 90 puntos, ni al precio de los bonos a 10 años, actualmente en el 0,4%.
El campo de debate se situará en los presupuestos y en las reformas prioritarias que debe abordar. Tras la prórroga por dos veces de los presupuestos heredados del PP, las nuevas exigencias de la crisis del Covid-19 exigen un cambio completo de orientación que haga frente a las fisuras constatadas de la sanidad pública, la falta de inversión pública y la lucha contra el paro y el trabajo precario y aborde el programa de modernización y reindustrialización pactado en el programa del GCP. Cuestionar ese programa, la coalición con Unidas Podemos y la propia orientación de Pedro Sánchez es el principal elemento de negociación con el que cuenta la derecha social. Pero no cuenta con una alternativa política propia. Quién ha cerrado el acuerdo del Consejo Europeo y tiene detrás el apoyo de una mayoría parlamentaria es Pedro Sánchez. Tiene que revalidarla para poder aplicar los programas de ayudas mediante el presupuesto de 2021, que determinará sin duda el de 2022.
La dinámica política en Cataluña, a la puerta de unas elecciones autonómicas en la que se dirime la hegemonía del proceso soberanista entre Junts per Catalunya, convertido en el partido de Puigdemont, y ERC, hará muy difícil contar con la abstención del centro-izquierda independentista para el apoyo a los presupuestos. Y ello, objetivamente, sitúa al PSOE en una difícil encrucijada política. La alternativa política de la derecha se reconstruirá sobre la exigencia de un gobierno de coalición PSOE-PP que sustituya al GCP con un programa que exija transformar la condicionalidad europea en una reconversión de las ayudas a favor del sector empresarial y financiero y prepare una reforma fiscal y un posterior ajuste de acuerdo con sus intereses.
Sin una movilización paralela en defensa de los intereses sociales de la mayoría, sobre todo sin una respuesta sindical contra los despidos, por el derecho de negociación colectiva y la derogación de la contrarreforma laboral del PP, a favor de un nuevo marco laboral que limite y acabe con la precariedad no será posible mantener ni la unidad del GCP ni una mayoría parlamentaria capaz de sostenerle. Y entonces el “escudo social” ante la crisis del covid-19 no será más que un espejismo en el desierto de la deuda pública.
Gustavo Buster es co-editor de Sin Permiso.