La llegada a Canarias en patera de unos miles de inmigrantes desde las costas africanas y su inhumano hacinamiento en el campamento improvisado del muelle de Arguineguín está provocando un revuelo que parece lejos de terminarse. Se han producido visitas de ministros a la zona y al extranjero, posiciones encontradas entre los socios del gobierno de coalición progresista y declaraciones de jefes la Unión Europea. Hasta el defensor del pueblo, Francisco Fernández Marugán, ante el despropósito vergonzante que se ha ido conociendo, ha exigido el cierre inmediato de una instalación cuya misma existencia representa una vulneración evidente de los derechos reconocidos en la Constitución y en la legalidad internacional.
En Arguineguín se han hacinado hasta más de dos mil personas, se ha separado de manera forzosa a menores de sus familiares, se ha mantenido a los confinados sin duchas, ni baños suficientes, sin mascarillas, sin asistencia letrada, durmiendo con mantas en el suelo y alimentándose a base de bocadillos. A día de hoy, continúan en el muelle cientos de personas. Para acabar, a todos los arribados se le limita el derecho de movimiento al negarse su traslado a una península en la que más del 50% de las plazas de acogida se hallan vacías. El fantasma de las islas “cárcel “o “islas frontera” como Lesbos o de Lampedusa planea de nuevo en el horizonte del sur de Europa.
¿No hay otra manera de recibir a quién arriba?
Nadie niega el derecho de cualquier Estado a controlar sus fronteras. Lo que resulta inadmisible es que para lograrlo haya que vulnerar toda la legalidad internacional que, se supone, nos protege de los abusos y representa la base de nuestras garantías.
Como demuestran las cifras de turistas que visitaron Canarias y que entraron y salieron sin problema alguno del archipiélago, más de 13 millones en 2019, existen maneras perfectamente compatibles con la legalidad internacional de atender a quién llega, darle comida y cobijo y de controlar, a la par, la frontera y su flujo de personas.
En consecuencia, que durante más de un mes a unos pocos miles de personas (en lo que va de año unas 18 mil) se las prive al tocar tierra (en deplorables condiciones físicas y psíquicas) de lo más mínimo solo puede ser resultado de una voluntad previa y expresa para que así suceda. De una decisión política premeditada y preestablecida.
Es la política europea común sobre migración, de la que el reino constituye frontera sur, la que ha ido evolucionando hasta quedar reducida a una sola máxima: que no vengan y, a partir de ahí, “se organiza el resto”. Ejemplo de ello son la externalización de fronteras a través del pago de importantes sumas de dinero a Estados próximos para que impidan las partidas (Turquía, Marruecos, Libia…), la imposibilidad de acceso ordenado a los puestos fronterizos (negando visados y corredores humanitarios), el rechazo en frontera y las devoluciones en caliente (avaladas recientemente por el Tribunal Constitucional), los vuelos de deportación y los barcos militares que retornan a los países de salida; o la falta de socorro en el mar -salvo el que proporcionan las ongs- que cuesta vidas (184 fallecidos en la ruta atlántica en lo que va de año y 945 en la mediterránea según la Organización Internacional de las Migraciones).
… Siguen llegando
Como acción y propuesta la política europea sobre migraciones representa un rotundo fracaso. Institucionalmente, ninguno de sus mecanismos funciona, ni siquiera el que genera mayor consenso y al que se destina mas dinero: el de las devoluciones y la externalización de fronteras. Tampoco marchan el reparto de cuotas de inmigrantes y refugiados, el Sistema Europeo Común de Asilo o el sistema de Dublín. Nada se despliega con éxito y, menos que nada, el supuesto objetivo final: evitar las llegadas.
Los muros más altos, las porras y fusiles de los policías, las deportaciones, la violencia, la negación de derechos, los muertos, las familias rotas, el medio millón de personas que ya se encuentran sin papeles y, en consecuencia, fuera de todo sistema en una España en plena pandemia, así como el racismo que destila se “justifican” como males necesarios para el supuesto fin superior: que no vengan y que si lo hacen, sea de manera “ordenada”. Lo cierto es que, a temporadas, los arribos de personas migrantes se ralentizan, pero nunca se detienen y, desde luego, menos aún, se ordenan. Cualquier cambio político, social, económico o medioambiental, como el provocado por el Covid-19, fuerza de nuevo un acelerón del movimiento migratorio que rompe el supuesto equilibrio de la vergüenza que todas estas medidas pretenden. Las cifras oficiales de NNUU (aquí) son claras: el número de migrantes internacionales pasó en el mundo, sólo en los 4 años que van entre 2015 y 2019, de 248,9 millones a 271,6 millones; todos los estudios continúan señalando su tendencia imparable al alza.
¿Qué empuja a salir?
Las interminables guerras, la crisis climática, el desgarramiento del tejido social, la descomposición de los Estados, el estallido de la violencia sin límite. La destrucción de los suelos, el colapso de los mares, el despojo de tierras a los campesinos, la marginación de los pobres urbanos, el saqueo de los pueblos en beneficio de las transnacionales. Es decir, se trata del desorden global que implica el orden del mundo capitalista globalizado, en el que, para poder subsistir (comer), la inmensa mayoría de la humanidad esté condenada a vender, sin otro remedio, su capacidad de producir (fuerza de trabajo) a quién pueda comprarla (los poseedores del capital). Y es precisamente esa condena la que obliga a unos a inmigrar (por muy altos que sean los muros) persiguiendo el dinero hiperconcentrado de hoy (como nos recuerda Oxfam en sus informes) y la que fuerza, para seguir engordando sus réditos, a los propietarios del capital, a buscar el mayor número potencial de fuerza de trabajo al precio más barato posible. Además, nada de lo anterior marcha en armonía ordenada, como nos demuestra la realidad, lo hace de manera caótica siguiendo una propia lógica autónoma, la que rige el sistema capitalista. En otras palabras, hablamos de un fenómeno consustancial al modo de producir, imposible de detener, ya que su existencia resulta imprescindible para el funcionamiento del mismo. Para mayor detalle sobre ello se pueden consultar diversos artículos sobre este particular aparecidos en Sin Permiso (aquí, aquí o aquí).
¿A quién beneficia?
El movimiento migratorio, sin el cual sería imposible la realidad capitalista del mundo, cincela una clase trabajadora mestiza compuesta por mujeres, y hombres de muy diferentes procedencias. Una clase trabajadora que tiene dificultades, precisamente por su pluralidad y la profunda desigualdad entre sus partes, para reconocerse como tal. En el reino de España la población extranjera ya alcanza al 12% del censo, un porcentaje que aumenta entre los trabajadores peor remunerados. El obstáculo para reconocerse y, consecuentemente, para construir un discurso común y compartido resulta patente. Pero, además, leyes como la de extranjería, las dificultades para la consecución de documentación, las que existen para pedir protección internacional o para la libertad de tránsito constituyen un arsenal que alimenta prejuicios y bulos que, a su vez, incrementan la desconfianza entre quienes llegan y quienes ya están aquí en un mar de dificultades económicas que la Covid ha agravado.
Solo una de las dos partes de la ecuación formada por quienes necesitan trabajo (para comer) y quienes necesitan contratarlo (para seguir sumando dinero) gana con esa desigualdad: los segundos. Nadie más. Gracias a ella se niegan derechos; que no impiden el hambre, pero que sí dan de comer a los prejuicios, que se aprovechan para ahondar la fragmentación social y bajar el precio del salario.
Migración segura, ordenada y regular
La ministra de Exteriores, González Laya, y los ministros de Interior, Grande Marlaska o de Transportes y Movilidad, Ábalos, señalan que el reino combate a las mafias de la migración y contraponen las 18 mil personas de Canarias con la idea de una migración segura, ordenada y regular. La situación de ahora, “sería por las mafias” aseguran. Tal explicación sería la supuesta justificación, no para atacar al “mafioso”, algo que no hacen, sino para castigar doblemente a la víctima que, superando al mafioso, llegó medio muerta a la costa. Es evidente que existe un negocio ilegal de paso de fronteras, como evidente es que la falta de rutas seguras lo alimenta, del mismo modo como la prohibición del alcohol enriqueció a Capone.
Pero lo que ya constituye una prueba de cinismo sin parangón es contraponer esas llegadas por su forma al Pacto Mundial por una Migración Segura, Ordenada y Regular de NNUU firmado en 2018 y que suscribió el Reino. Dicho pacto, con todas sus limitaciones, no dice en ninguna de sus partes que deban negarse los derechos (reconocidos por la legalidad internacional y por los propios Estados) a quienes migran, más bien al contrario, señala que hay que reforzarlos.
Poner orden y seguridad en el caos migratorio empieza por transformar los derechos en la base de la acción política y no, como ahora, basarla en su negación. Para combatir a los pasadores irregulares de fronteras, el racismo, la xenofobia y el discurso de la extrema derecha no hay mejor medicina que la igualdad en los derechos entre todas las personas. Mientras el capitalismo globalizado haga de millones de hogares bocas de lobo, como señala Warsan Shine en su ya famoso poema “Hogar”, y de las metrópolis pozos de mano de obra, los derechos son lo único que pondrá orden. Cuanto antes se establezcan visados y pasillos seguros para quienes huyen, cuanto antes se instaure un pasaporte europeo que permita la libertad de viaje a quien llega o quien aquí vive, cuanto más simple sea conseguir la ciudadanía y acceder con ello a la igualdad legal, menos mafia habrá, menos base para el discurso racista y xenófobo de la extrema derecha y más facilidad para reconocernos entre todos como parte, en nuestra rica diversidad, de la unidad humana que formamos.
Poe ello urge dar el primer paso para evitar que Canarias sea Lesbos cerrando Arguinegín, permitiendo el traslado de las personas migrantes a los centros de acogida de la Península y permitiéndoles ejercer su derecho a una atención letrada en condiciones.
Carlos Girbau Es concejal de Ahora Ciempozuelos y amigo de Sin Permiso.