Aunque todavía faltan datos importantes sobre el proceso que culminó en el asalto al Capitolio, sede del Senado y de la Cámara de Representantes de EEUU, por una concentración de protesta convocada y alentada por el aún Presidente Donald Trump para impedir el recuento de votos electorales y la proclamación como ganador de Joe Biden, sí es posible hacer un primer análisis sobre las causas de decadencia de un sistema político profundamente oligárquico, a pesar de pretender ser un modelo de democracia y ejemplo para el resto del mundo.
El desencadenante es conocido: un mitin organizado por el Presidente Trump en la plaza elíptica de Washington DC el día del recuento final de compromisarios y proclamación de la victoria del candidato del partido demócrata Joe Biden en las elecciones presidenciales de 2020. Trump convocó a sus partidarios a través de las redes sociales y alentando a diversas organizaciones de extrema derecha a movilizarse con semanas de antelación. Su objetivo declarado era apoyar a 139 representantes y casi 20 senadores republicanos que se habían comprometido a cuestionar los resultados electorales con una cadena de mociones que retrasasen o impidiesen la proclamación del nuevo presidente electo Biden, a pesar de contar con una mayoría de 7 millones de votos directos emitidos (el 51,3%) y 306 compromisarios (el 56,9% de un total de 538).
Una larga estrategia de deslegitimación electoral
Trump preparó sus alegaciones de fraude antes incluso de que comenzase oficialmente la campaña electoral, defendiendo que el envío de las papeletas de voto por correo por las juntas electorales estatales para alentar la participación en plena epidemia del Covid-19 era “ilegal”. Solo la solicitud personal de papeletas de los inscritos en el registro electoral y el voto presencial eran “legales”. Un argumento en contra de la participación de las minorías, con mayores dificultades sociales para la inscripción en el registro electoral.
El cuestionamiento del voto por correo podía ser determinante para la elección de compromisarios en un sistema mayoritario (con la excepción del sistema proporcional en Maine y Nebraska) en la que cada estado obtiene un compromisario por cada senador y congresista, aunque todos los estados, con independencia de su población, tienen al menos dos senadores, asegurando un mayor peso en el Colegio electoral a los pequeños estados. Si en 2016 Trump derrotó a Hillary Clinton con 2,8 millones de votos directos menos, gracias a su victoria por el sistema mayoritario por menos del 2% en Florida, Michigan, Pennsylvania y Wisconsin, obteniendo todos los 75 compromisarios, en 2020 Biden se ha llevado los 57 compromisarios de Arizona, Georgia, Pennsylvania y Wisconsin por solo 124.364 votos de los 18,6 millones emitidos.
Pero en ninguno de los estados en liza ni las juntas electorales ni los tribunales han aceptado las alegaciones de fraude electoral de los representantes de Trump. Tampoco tuvieron efecto las presiones directas de Trump desde la Casa Blanca a las autoridades de los estados bajo administración republicana para cometer fraude falsificando votos republicanos o anulando votos demócratas, como ha puesto de manifiesto la conversación grabada por el secretario de estado de Georgia, al que exigió “encontrar 11.780 votos”. De hecho, al perder por esa cantidad de votos la repetición de dos escaños en las elecciones al Senado en Georgia, el Partido Republicano ha perdido también su mayoría en esta Cámara y la posibilidad de aplicar la misma estrategia que estranguló de entrada la capacidad de iniciativa de la administración Obama.
Los elementos “extraparlamentarios” de la estrategia de Trump
La escenificación de la táctica de fraude electoral trumpiana buscaba no solo un conflicto legal que cuestionase la legitimidad del proceso electoral y de las instituciones representativas que se basan en ella, sino también el apoyo “extraparlamentario” a esta táctica, empezando por las autoridades militares desplegadas en todo el territorio federal. Aquí el argumento no ha sido solo el fraude electoral, sino que dicho fraude había sido cometido para favorecer un pretendido “programa socialista” de la izquierda radical, representada por la fallida candidatura de Bernie Sanders a las primarias demócratas, los manifestantes contra la violencia policial de Black Lives Matter y posteriormente una nebulosa de “antifas” que controlarían desde dentro la administración Biden si llegaba a tomar posesión.
Esta narrativa cobró especial fuerza con la amenaza de sacar al ejército a las calles invocando el Acta de Insurrección de 1807 contra los manifestantes de Black Lives Matter. O para reimponer el orden, cuando aparecieron en la calle milicias y grupos armados de extrema derecha partidarios de Trump, que asaltaron el Capitolio del estado de Michigan en abril de este año, mataron a dos manifestantes anti-racistas en Kenosha, Wisconsin, en agosto. Pero su momento culminante fue en junio, cuando Trump utilizó al servicio secreto y a fuerzas antidisturbios dependientes del Departamento de Justicia para abrir con gases lacrimógenos un corredor desde la Casa Blanca hasta la Iglesia de San Juan, hacerse una foto con la Biblia en la mano y ofrecer a continuación una rueda de prensa amenazando a los estados que se negaban a desplegar a sus Guardias Nacionales frente a los manifestantes de Black Lives Matter, tras el asesinato de George Floyd, con enviar al ejército y “rápidamente resolver el problema”. Pocos días después, 89 ex altos cargos y funcionarios civiles y militares del Pentágono publicaban una carta abierta de protesta en el Washington Post. A finales de septiembre las protestas por la incoherencia en la política de Defensa y Exteriores de la administración Trump se convirtieron en una carta de abierto apoyo a Biden de más de 500 ex altos responsables del Pentágono, Seguridad Nacional y la Secretaria de Estado.
Esto no impidió que Trump hiciese una remodelación completa de la dirección civil del Pentágono la segunda semana de noviembre, empezando por el Secretario de Defensa Mark Esper, que le había acompañado en la rueda de prensa de junio, pero que había sido incapaz de asegurar la lealtad de la cadena de mando. Tras sustituirlo por Christopher Miller y colocarle como número dos al general retirado Anthony Tata, que había calificado a Obama de “líder terrorista”, Trump advirtió por Twitter que esperaba que apoyasen su plan de retirada de tropas de Afganistán, a pesar de las reservas del estado mayor, y apoyasen su cuestionamiento legal del proceso electoral. El presidente del Comité de Fuerzas Armadas de la Cámara, el demócrata Adam Smith advirtió que “si esto es el comienzo de una tendencia -el presidente cesando o obligando a dimitir a los profesionales de la seguridad nacional para remplazarlos por gente que cree que le son más leales- los próximos 70 días pueden ser en el mejor de los casos inestables y en el peor, peligrosos”.
Dos días después del asalto al Capitolio, la portavoz demócrata de la Cámara Nancy Pelosi hacia pública una carta al jefe del estado mayor, General Milley, para que impidiera a un “presidente inestable iniciar hostilidades militares o tener acceso a los códigos de lanzamiento de un ataque nuclear”.
El trumpismo desborda a Trump
Pero todos los elementos para la puesta en escena del plan de Trump para dificultar o bloquear la proclamación de Biden -con el objetivo aparente de negociar su propia impunidad legal, su control del Partido Republicano y su posible candidatura o de alguien designado por él a las elecciones de 2024- fueron fracasando una tras otra por la resistencia institucional y del establishment a un escenario abierto de confrontación institucional, de polarización e inestabilidad política en medio de la pandemia de Covid-19. El momento culminante fue el recuento de votos de las elecciones para el Senado en Georgia, que apuntaron claramente a una victoria demócrata que les aseguraba una mayoría en ambas Cámaras.
Solo entonces el Vicepresidente Pence, representante del electorado evangelista en la coalición trumpista, puso por delante sus propias posibilidades electorales en 2024 a la estrategia de Trump. El martes 5 adelantó que no podía legalmente jugar el papel que tenia asignado de cuestionar los resultados electorales como presidente institucional de la Cámara de Representantes, cuando ya se estaban concentrando en Washington DC los manifestantes convocados por Trump para “Salvar América”. Cuando la confirmó, según la prensa, por carta y en una llamada telefónica la mañana del 6, poco antes del mitin en la Plaza Elíptica, al sur de la Casa Blanca, el efecto, al parecer, fue radicalizar la huida hacia delante de Trump.
La convocatoria de concentración llevaba semanas circulando y el propio Trump comenzó a twittearla el viernes 1 de enero. Hasta tres lugares distintos fueron solicitados, además del definitivo, para llevar a cabo concentraciones, coordinadas por un tal Alex Alexander en nombre del movimiento pantalla “Stop the Steal”. Precedido por sus teloneros, entre ellos su abogado Giulani, Trump acusó a Pence de desleal y llamó a los concentrados a dirigirse al Capitolio, aunque él volvió a la Casa Blanca. A las 3 de la tarde comenzó el asalto, que acabaría con cinco muertos.
¿Cómo fue posible que a pesar de toda la información previa, los preparativos de la policía de Washington DC para las concentraciones y el tiempo transcurrido entre el mitin y el asalto no hubiera la protección necesaria para evitar el asalto? Más allá de la policía metropolitana de DC, la responsabilidad de la seguridad de las instituciones federales recae finalmente en el propio Presidente, pero tuvo que ser el Vicepresidente Pence quien ordenase, a petición de los portavoces parlamentarios, reforzar la protección del Capitolio cuando los manifestantes estaban ya dentro.
Lo sucedido a continuación es conocido. Solo cuando se empezaron a transmitir las escenas del interior del Capitolio ocupado, se conoció la interrupción del recuento de votos y se supo que los representantes y senadores estaban refugiados en zonas de seguridad y protegidos por policías armados que habían disparado y herido a una manifestante, comenzó a cambiar el tono de las declaraciones en cadenas de televisión como Fox, pero no en los medios sociales ni en las redes del propio Trump. Hasta que Facebook y Twitter retiraron sus portales por incitar a la violencia.
Distintos activistas y analistas estadounidenses han coincidido en este punto: la represión hubiera sido incomparablemente mayor si los asaltantes hubieran sido negros. No es un dato menor.
¿Qué hacer con Trump para reconstruir una hegemonía bipartidista?
El problema político más inmediato es que hacer con el Presidente de los EEUU. La mayoría demócrata, con algún apoyo minoritario republicano, pretende su dimisión inmediata bajo la amenaza de un segundo juicio político (impeachment), cuya segunda fase en el Senado, tras el inició del proceso en la Cámara, necesitaría 17 votos de senadores republicanos y, en su caso, no tendría lugar hasta después del acto de toma de posesión de la nueva administración, el 20 de enero. El vicepresidente Pence ha descartado la destitución del Presidente Trump, de acuerdo con la enmienda 25 de la Constitución. Para los diez días que quedan -a pesar de que Trump ha sugerido auto-indultarse (lo que al no haber precedentes abrirá una larga batalla legal) y solo ha hecho una ambigua declaración de condena del asalto-, Biden parece decidido a concentrarse en preparar su toma de posesión y delegado en la portavoz Nancy Pelosi el acoso a Trump y, sobre todo, de sus importantes apoyos en los grupos parlamentarios republicanos del Congreso.
El forzado consenso de rechazo ante el asalto del Capitolio, escenificado en los discursos bipartidistas tras la continuación de la sesión de recuento electoral y proclamación del nuevo Presidente de EEUU, no oculta la polarización política acentuada por las acusaciones cruzadas estos días. No ha habido un proceso de transición política entre presidencias comparable en la historia de EEUU y el espectáculo televisado a todo el mundo del asalto al Capitolio es una señal de inestabilidad e incoherencia política y de crisis hegemónica sin precedentes.
Biden hará de la superación bipartidista de esta crisis el primer objetivo de su administración, en nombre de la lucha contra la pandemia y sus consecuencias y la recuperación de la estabilidad hegemónica de las clases dominantes de EEUU. Pero 139 representantes trumpistas y más de 20 senadores republicanos han cuestionado los resultados electorales. Cuentan con el apoyo de un trumpismo social que puede suponer alrededor del 20% del voto republicano, si no más. En este mismo número de SP, nuestro compañero Samuel Farber describe las causas profundas que lo alimentan en el largo declive imperial del capitalismo en EEUU. Pero también de la falta de una alternativa que permita reunificar los intereses comunes de una clase trabajadora dividida, compartimentada culturalmente y racializada.
Gustavo Buster editor de Sin Permiso.
Daniel Raventós editor de Sin Permiso.