Las elecciones europeas de mayo de 2019 son presentadas como una peligrosa encrucijada del proyecto de construcción europeo. A pesar de la falta de interés popular, los profetas del europeísmo comunitario intentan alertar de los peligros del ascenso del “populismo”, encarnado ahora fundamentalmente en las extremas derechas soberanistas de Orban, Le Pen o Salvini, que han construido su discurso en el miedo a la emigración, la crisis de los sistemas de protección social con una población envejecida y precarizada, y un cambio retroactivo de las relaciones de poder entre los estados y la Comisión europea.
Se trata de una confrontación de discursos imaginarios, que intentan construir una polarización política y cultural entre la diversidad de los pueblos de Europa y la gestión técnicamente competente o despótica del entramado de instituciones que componen la Unión Europea. A juzgar por las encuestas, su éxito es bastante relativo. A pesar de la prevista perdida de escaños de conservadores y social-demócratas, el bloque hegemónico del proyecto de construcción neoliberal de la UE desde los años 80 seguirá teniendo la mayoría en el Parlamento (376 escaños) y las instituciones europeas, gracias al crecimiento de su tercer componente, los liberales. La derecha extrema populista aumentaría en unos 15 escaños, hasta los 170, y un tercio del parlamento estaría compuesto por “euroescépticos”. La escasa presencia de la izquierda se debilita un poco más por los resultados de Unidas Podemos, pero queda compensada en parte por el ligero incremento de los Verdes.
La estructura de la gobernanza europea
El parlamento europeo ha aumentado sus poderes, sin alterar por ello el claro sesgo intergubernamental de la arquitectura institucional comunitaria. La Comisión europea, con el aparato burocrático que corona, ha perdido autonomía estratégica, pero sigue siendo un pilar esencial para proyectar la hegemonía alemana en la UE. El Banco Central Europeo, como consecuencia de sus programas de “flexibilización cuantitativa”, se ha convertido probablemente en la institución comunitaria más importante, blindada tras su pretendida “autonomía”.
Todas estas instituciones, que con el Consejo de jefes de gobierno constituyen el entramado de la gobernanza de la UE, se renueva en un ciclo quinquenal que viene a coincidir con las elecciones del Parlamento europeo, con la pretensión de que les otorgue un cierto manto de legitimidad “democrático-liberal”, del que carecen desde cualquier perspectiva republicana. La Unión Europea sigue siendo un aparato burocrático de gobernanza de las oligarquías europeas, basado en la intergubernamentalidad, estructurada jerárquicamente en un equilibrio de poderes de estados a partir de la hegemonía del eje germánico-francés, cuyos pilares supra-nacionales son el mercado único y el euro como divisa y estructura financiera común.
El fracaso de la pseudo-Constitución europea (Tratado de Roma) de 2004 y el carácter abiertamente neoliberal de los Tratados de Lisboa tuvieron entre sus consecuencias la caída paulatina de la participación en las elecciones al parlamento europeo, desde el 63% inicial en 1979 hasta el 42,6% de las últimas de 2014, con el punto de inflexión de la pérdida de 7 puntos de participación en las de 1999 (49,8). Estás cifras serían aun más bajas si no fuera por la alta participación (obligatoria) de Bélgica y Luxemburgo (90%) y la también obligatoria pero más baja de Chipre y Grecia. Del resto de países, solo destacan de la media europea, siguiendo su declive, Italia (entre 15 y 20 puntos más) e Irlanda (entre 10 y 15 puntos más).
Cualquiera que sean las cifras finales del ascenso de los partidos de la derecha extrema populista en Europa, la polarización del discurso político electoral entre ellos y el bloque tripartito del “consenso de Bruselas” en las presentes elecciones al Parlamento europeo desvanece en la penumbra el balance de la gestión de la Comisión europea presidida por Jean-Claude Juncker desde 2014. Y han sido años decisivos para el proyecto neoliberal europeo, cuyo principal instrumento ha sido el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza en la Unión Económica y Monetaria, conocido como el Pacto Fiscal europeo, firmado en marzo de 2012 y que entró en vigor en enero de 2013. Su aplicación por la Comisión Juncker se pueden enmarcar entre la imposición del tercer memorándum de ajuste al gobierno de Syriza en Grecia en julio de 2015 y la ampliación del plazo de aplicación del Brexit en marzo de 2019, con el fracaso relativo de las dos iniciativas más importantes de su gestión: el Plan de inversiones en infraestructuras Juncker (noviembre 2014) y el Libro Blanco sobre el Futuro de la Unión Europea (marzo de 2017).
Es este balance, junto con el de las políticas de “flexibilización cuantitativa” de Mario Draghi (2012) al frente del Banco Central Europeo, y la evolución de los debates en el Consejo europeo -en especial la relación franco-alemana con Macron y Merkel- , presidido en este periodo por el polaco Donald Tusk, los que pueden permitir comprender la crisis de legitimidad del proyecto neoliberal de construcción europea, pero también su absoluta hegemonía frente a cualquier otro alternativo, bien sea desde la izquierda (Syriza), de salida “soberanista” de la UE (Brexit), o de condicionamiento y bloqueo nacionalista (Orban, Salvini).
De hecho, el principal peligro a esa hegemonía no surge del conflicto social en el interior de la UE, sino del cuestionamiento “soberanista” del predominio franco-alemán por los estados de la “periferia” europea en el actual equilibrio de poderes interno de la UE, apoyados por la Administración Trump. Es esta presión exterior del supuesto aliado estratégico, EE UU -que refleja las contradicciones inter-imperialistas en el bloque euro-atlántico tras la Gran Recesión de 2007-2008-, lo que ha relanzado el debate sobre la “refundación de la UE” a partir de 2017 y esta concretizándolo en el desarrollo de una capacidad autónoma de defensa militar europea, como una cooperación reforzada bajo el eje franco-alemán.
El amortiguamiento de la cuestión social
El amortiguamiento de las protestas sociales en la UE desde 2014, puede parecer chocante cuando Francia vive la persistente protesta de los “chalecos amarillos”. Pero a pesar de la relativa recuperación del empleo tras la Gran Recesión, su carácter precario y el continuado declive de la densidad sindical (23%), han mantenido los salarios bajos, sin recuperar en muchos casos los niveles anteriores a 2007, aumentando de manera muy significativa su déficit en relación con el aumento de la productividad laboral. De hecho, lo que ha aumentado en toda Europa ha sido, además de la explotación, la desigualdad, con una convergencia por abajo entre los estados miembros de la UE-15 y los nuevos estados miembros de Europa central y oriental tras la ampliación como consecuencia de las políticas de austeridad y recortes de los estados de bienestar.
Sin embargo, con la excepción señalada de Francia con el movimiento de los “chalecos amarillos”, el declive de las protestas sociales y laborales ha continuado su tendencia en especial tras la imposición del tercer memorándum a Grecia en 2015, que supuso no solo una derrota estratégica para toda la izquierda anti-austeridad en la UE, sino que tuvo un efecto de desmoralización importante en los movimientos sindicales más activos hasta entonces del sur de Europa, en especial en Portugal e Italia. La Comisión Juncker supo aprovechar esta situación y abrir un canal de diálogo y cooptación de la Confederación Europea de Sindicatos, que ha adoptado desde entonces una táctica defensiva de apoyo al “consenso de Bruselas”, a pesar de las contrarreformas laborales que ha defendido, frente al peligro del ascenso de la derecha extrema populista, bien patente en el discurso de su secretario general Luca Visentini en su reciente congreso.
Crisis estratégica de las izquierdas europeas
Las izquierdas europeas no se han repuesto de la derrota griega. Sin una estrategia de conjunto frente al Pacto Fiscal, han echado mano de la distopía de una salida de la UE en nombre de una recuperación de la soberanía nacional como marco de una nueva acumulación de fuerzas. Ante la debilidad y desorganización del movimiento obrero y social, ese campo le ha sido disputado por la derecha extrema populista. Pero si alguna lección hay que sacar del fracaso del Grexit como estrategia B nunca aplicada (Varoufakis) y de las negociaciones de los conservadores británicos con la UE para el Brexit es que la integración neoliberal europea, incluso más allá de la zona euro, ha llegado a un punto que no es posible revertir sin un cambio sustancial en la correlación de fuerzas a nivel europeo, que está por el momento fuera del horizonte.
Desde sus diferencias estratégicas y culturales esta ha sido la conclusión de las izquierdas portuguesas para alcanzar el acuerdo parlamentario –“Geringonza”- que ha permitido al gobierno socialiberal de Costa renegociar en parte los ritmos del ajuste exigido por el Pacto fiscal europeo. Y esa misma conclusión es la que parece imperar en la mayoría de Unidas Podemos en su apoyo parlamentario a Pedro Sánchez y su petición de un gobierno de coalición. Pero lo limitado de estas tácticas de supervivencia se hará más evidente en el momento en que la actual tendencia decreciente de las economías europeas se convierta en una nueva recesión que no pueda contener la persistente pero cada vez menos eficaz “flexibilidad cuantitativa” del Banco Central Europeo.
La apertura de un nuevo ciclo institucional en la Unión Europea debería servir para hacer un balance profundo de la situación de las izquierdas europeas, reagruparse y abrir un imprescindible debate estratégico. O están condenadas a aceptar la polarización impuesta entre los populismo de extrema derecha y la gobernanza implacable del bloque del “consenso de Bruselas”. Y en ese caso, más allá de la resistencia en defensa de los derechos de los migrantes o de los movimientos por una transición ecológica que no sea un mero “capitalismo verde”, las distintas corrientes “nacionalizadas” de las izquierdas europeas se condenarán a ser fuerzas de presión subordinadas de la socialdemocracia y, en definitiva, del “consenso de Bruselas”.Gustavo Buster co-editor y miembro del comité de redacción de Sin Permiso.