Aunque solo se podrá hacer un balance definitivo del largo ciclo electoral, iniciado el 28 de abril y finalizado el 26 de mayo, cuando concluyan los pactos en ayuntamientos, comunidades y para el propio gobierno, hemos llegado ya al planteamiento de la cuestión central: el recuento de votos es solo una parte de la alquimia electoral de reparto de poder institucional.
A pesar de la euforia del PSOE de Pedro Sánchez por haber sido el partido más votado en las generales (a 12 puntos del PP y 13 de Ciudadanos), en 10 de las 12 comunidades autónomas en liza, en las municipales y en las europeas, la realidad es que se ha quedado en la hipótesis más baja de las barajadas en las encuestas en cuanto al número de diputados (123). Que los resultados del resto de las elecciones -a la espera de lo que depara el reparto de puestos en las instituciones de la UE- no han supuesto un aumento sustancial de gobiernos autonómicos (con excepción de Canarias) y que la doble derrota en Madrid en el ayuntamiento y la Comunidad pesarán como una losa sobre la legislatura. En realidad, la hegemonía sanchista se basa más en el desplome del PP y la división de las tres derechas, en la política suicida de Ciudadanos de abandonar el centro y en el desmerengue de Unidas Podemos que en una fortaleza organizativa y programáticas propias.
La narrativa, por supuesto, no es esa. Se reivindica el adelanto electoral de abril como una táctica maestra que ha bloqueado el ascenso de las derechas tras las elecciones andaluzas y recuperado una parte esencial del más de millón de votos cedidos a Unidas Podemos y sus confluencias en 2016, cambiando claramente la correlación de fuerzas entre las izquierdas tras la moción de censura, cuyo éxito se debió en buena parte a Pablo Iglesias y Marta Pascal. Gracias a esta táctica diseñada por su jefe de gabinete Iván Redondo, Pedro Sánchez habría sabido situarse en el centro político como la única fuerza capaz de ofrecer estabilidad, reabrir desde la firmeza constitucional el diálogo con la Generalitat catalana independentista y recoger las aspiraciones sociales de la mayoría de una salida gradual de las políticas neoliberales de austeridad del “Consenso de Bruselas”.
El objetivo de la narrativa sanchista es mantener un clima político que haga posible una ilusión de hegemonía durante el mayor tiempo posible. Que ayude a concretar un reparto del poder institucional, que vaya más allá de los resultados electorales, en un creciente bonapartismo que pretende situar a Pedro Sánchez por encima de las múltiples crisis concretas del régimen del 78. Que basa esa ilusión de hegemonía en el espejismo de que el PSOE ha vuelto a representar a la “España real” con 123 diputados y el 28,6% de los votos y que en ese limbo ha superado sus propias contradicciones internas, puestas de manifiesto cruelmente en Andalucía y Madrid.
La conclusión lógica de esta narrativa es una fórmula política de gobierno en solitario del PSOE sanchista. Con capacidad de maniobra para buscar apoyos desde su consolidada hegemonía y por encima del conflicto político a su derecha, con el PP y Ciudadanos para los “temas de estado” (la crisis constitucional catalana, la negociación de un sistema de financiación autonómico…) y al mismo tiempo con Unidas Podemos y las izquierdas nacionalistas para impulsar un moderado aumento del gasto social compatible con el “Consenso de Bruselas”, arguyendo ante la Comisión la presión de Unidas Podemos; y ante esta y las fuerzas nacionalistas, el peligro de la presión social e institucional de las tres derechas.
Es cierto que el ciclo de movilizaciones sociales iniciado por el 15-M ha concluido. Que el número de horas de trabajo perdidas en huelgas sindicales se encuentra en un suelo histórico. Y que incluso el proceso soberanista en Cataluña tiene todavía que atravesar la prueba de fuego del resultado de los juicios a sus dirigentes, reorientarse y resolver quién lo dirigirá en el futuro inmediato en el nuevo ciclo político. Pero los problemas estructurales del régimen del 78 siguen impertérritos y acumulando consecuencias coyunturales. Desde el modelo de acumulación capitalista, dependiente cada vez más de prebendas presupuestarias y subvenciones fiscales, la corrupción, el mecanismo de financiación bloqueado de las comunidades autónomas, la erosión de legitimidad de sus principales instituciones -como el Banco de España, la administración de justicia o la casa real-, reflejándose en una polarización política que ha vaciado de base social la noción de “centro” político y de “clases medias” (véase el informe de la OCDE).
Frente a ello, el PSOE de Pedro Sánchez no tiene una propuesta programática, más si el decrecimiento económico actual se convierte en una nueva recesión. O para ser más exactos, solo la entiende en términos electorales como la gestión del mal menor que justifique su propia ilusión de hegemonía. Así fue con la firma del acuerdo PSOE-Ciudadanos, las negociaciones presupuestarias de 2019 con Podemos y su propio programa electoral articulado entorno a la Agenda 2030.
Pablo Iglesias y la dirección de Podemos –con una posición más matizada de Izquierda Unida– argumenta que esta debilidad programática del PSOE exige su presencia en el gobierno como garantía de la aplicación de un programa social mínimo como el vislumbrado en las negociaciones presupuestarias de 2019. Esa garantía no se basa en el reflejo de una correlación de fuerzas surgida de la movilización, sino en una voluntad de aparato, que recoge también la de sindicatos como CCOO y UGT, trasladada al consejo de ministros.
Se quita al mismo tiempo importancia a los acuerdos programáticos (“el papel lo aguanta todo”), porque se conoce la limitada capacidad de presión parlamentaria en un escenario, como el de las decisivas negociaciones presupuestarias de 2020, en el que PSOE y Unidas Podemos contarían con 165 diputados (123 y 42) frente al bloque tripartito de las derechas de 147 escaños. Pero aun menor frente a una votación conjunta del PSOE y Ciudadanos (180). La idea, sin embargo, de que la presencia de uno o dos ministros en el gobierno, o incluso exclusivamente de varios secretarios de estado en la reunión de subsecretarios que prepara sus reuniones -como ofrece Sánchez- puede determinar el cumplimiento de un programa social, ya de por si de “mínimos”, frente a las presiones de la Unión Europea, la patronal CEOE, la gran banca o el propio sector neoliberal “felipista”, simplemente no se sostiene. Como tampoco el argumento a la inversa de que si no supusiera un cambio sustancial en la correlación de fuerzas, no se opondrían a la presencia de Unidas Podemos en el gobierno todas las “fuerzas vivas” de la reacción que sustentan el régimen del 78.
La pretensión de hegemonía del PSOE implica una gestión incontestada desde su izquierda de la crisis del régimen del 78, con la perspectiva abierta -pero imposible de concretar por la polarización política- de una reforma constitucional controlada. A ella se subordina la aspiración de entrar en el gobierno de la dirección de Unidas Podemos, situándose en la defensa de las aspiraciones sociales y democráticas incumplidas de la Constitución de 1978, no en la alternativa republicana a la crisis estructural del régimen, como ha señalado con amargura Manolo Monereo. El deslizamiento en la lógica de la táctica del mal menor no acabaría ahí, en ausencia de un nuevo horizonte programático para Unidas Podemos, que solo podría surgir de un Vistalegre III.
Mientras tanto, la aceptación de los términos de debate impuestos por la narrativa del PSOE de Sánchez sobre la composición del gobierno, aún en el caso de obtener los resultados buscados, peor aún aceptando la oferta de mínimos, se hará a costa de una renovación programática y organizativa de Unidas Podemos y, por lo tanto, de la posibilidad de que sea un instrumento de cambio de la correlación de fuerzas en el nuevo ciclo político.Gustavo Buster Co-editor y miembro del comité de redacción de Sin Permiso.