Con motivo de la conmemoración del 14 de abril, SP ofrecerá en los próximos números una selección de textos de eminentes autores republicanos. Y empezaremos con Robespierre, porque nada sería suficiente para borrar las ingentes calumnias sobre él vertidas. Porque defendió la «causa del pueblo, de los pueblos, de la humanidad». Porque se pronunció contra la opresión del colonialismo. Porque defendió los derechos de las personas, al margen del color de su piel, de su credo religioso (judíos, protestantes…) pero también de cualquier otra circunstancia de exclusión (como los cómicos). En resumen, porque es uno de los padres de la genealogía emancipadora que cristalizaría en los siglos XIX y XX en las distintas Internacionales, pero también del pensamiento emancipador que intenta acomodarse a los nuevos contextos en el siglo XXI. SP
Sobre las subsistencias y el derecho a la existencia
«La primera ley social es aquella que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios para existir»
2 de diciembre de 1792, en la Convención
Abordamos aquí una de las apuestas mayores del periodo. La Revolución del 10 de agosto de 1792 había, entre otras cosas, puesto en entredicho la política de la libertad ilimitada del comercio y su medio de aplicación, la ley marcial. Las últimas jacqueries de primavera y del otoño de 1792, acompañadas de «motines de subsistencias» de una amplitud in sólita, demostraban el fracaso de esta política. En relación a este tema, se abrió un importante debate a partir de septiembre y Robespierre intervino en el mismo durante los últimos días. Partiendo del fin de la sociedad que es «mantener los derechos del hombre», definió «el primero de esos derechos» como el derecho a la existencia y a los medios para conservarla: este derecho es una «propiedad común de la sociedad», que debe serle garantizada a sus miembros. Robespierre invierte la prioridad acordada exclusivamente hasta aquí a la propiedad privada de los bienes materiales (aristocracia de los propietarios).NT.1
Hablar a los representantes del pueblo sobre los medios de subvenir a su subsistencia, no es solamente hablarles del más sagrado de sus deberes, sino del más precioso de sus intereses. Puesto que, sin duda, ellos se confunden con el pueblo.
No quiero defender solamente la causa de los ciudadanos indigentes, sino la de los propios propietarios y comerciantes.
Me limitaré a recordar principios evidentes pero que parecen olvidados. Indicaré únicamente medidas simples que ya han sido propuestas, puesto que se trata de retornar a las primeras nociones del buen sentido, más que de crear brillantes teorías.
En todo país en que la naturaleza abastece con prodigalidad las necesidades de los hombres, la escasez sólo puede ser imputada a los vicios de la administración o de las propias leyes. Las malas leyes y la mala administración tienen su fuente en los falsos principios y en las malas costumbres.
Es un hecho generalmente reconocido que el suelo de Francia produce mucho más de lo que es preciso para alimentar a sus habitantes, y la escasez actual es una hambruna artificial. La consecuencia de este hecho y del principio antes establecido quizás pueda ser molesta, pero no es el momento de halagarnos. Ciudadanos, os está reservada a vosotros la gloria de hacer triunfar los principios verdaderos y de dar leyes justas al mundo. No estáis hechos para arrastraros servilmente por el camino trillado de los prejuicios tiránicos, trazado por vuestros antecesores. O mejor dicho, vosotros comenzáis un nuevo curso en el que nadie os ha antecedido. Debéis someter por lo menos a un examen severo todas las leyes hechas bajo el despotismo real, y bajo los auspicios de la aristocracia nobiliaria, eclesiástica o burguesa y hasta aquí no existen otras leyes. La autoridad más importante que se nos cita es la de un ministro de Luis XVI, combatida por otro ministro del mismo tirano. NT.2 He visto nacer la legislación de la Asamblea constituyente sobre el comercio de granos. Era la misma que la del tiempo que le precedía. No ha cambiado hasta ahora porque los intereses y los prejuicios que la sustentaban tampoco han cambiado. He visto, durante el tiempo de dicha Asamblea, los mismos acontecimientos que se renuevan en esta época. He visto a la aristocracia acusar al pueblo. He visto a los intrigantes hipócritas imputar sus propios crímenes a los defensores de la libertad, a los que llamaban agitadores y anarquistas. He visto a un ministro impúdico de cuya virtud estaba prohibido dudar, exigir adorar a Francia, mientras la arruinaba, y surgir a la tiranía del seno de esas criminales intrigas, armada con la ley marcial, para bañarse legalmente en la sangre de los ciudadanos hambrientos. Millones para el ministro al que estaba prohibido pedir cuentas, primas que se convertían en provecho para las sanguijuelas del pueblo, la libertad indefinida de comercio, y bayonetas para calmar la alarma o para oprimir el hambre. Tal fue la política alabada por nuestros primeros legisladores.
Las primas pueden ser discutidas. La libertad del comercio es necesaria hasta el límite en que la codicia homicida empieza a abusar de ella. El uso de las bayonetas es una atrocidad. El sistema es esencialmente incompleto porque no añade nada al verdadero principio.
Lo errores en que se ha caído a este respecto provienen, en mi opinión, de dos causas principales.
1ª Los autores de la teoría no han considerado los artículos de primera necesidad más que como una mercancía ordinaria, y no han establecido diferencia alguna entre el comercio del trigo, por ejemplo, y el del añil. Han disertado más sobre el comercio de granos que sobre la subsistencia del pueblo. Y al omitir este dato en sus cálculos, han hecho una falsa aplicación de principios evidentes para la mayoría; esta mezcla de verdades y falsedades ha dado un aspecto engañoso a un sistema erróneo.
2ª Y aún menos lo han adaptado a las circunstancias tempestuosas que comportan las revoluciones. En su vaga teoría, aunque fuera buena para los tiempos ordinarios, no se encontraría ninguna aplicación ante las medidas urgentes que los momentos de crisis pueden exigir de nosotros. Ellos se han preocupado mucho de los beneficios de los negociantes y de los propietarios y casi nada de la vida de los hombres. ¡Y por qué! Porque eran los grandes, los ministros, los ricos quienes escribían, quienes gobernaban. ¡Si hubiera sido el pueblo, es probable que este sistema hubiera sido modificado!
El sentido común, por ejemplo, indica que la afirmación de que los artículos que no son de primera necesidad para la vida pueden ser abandonados a las especulaciones más ilimitadas del comerciante. La escasez momentánea que pueda sobrevenir siempre es un inconveniente soportable. Es suficiente que, en general, la libertad indefinida de ese negocio redunde en el mayor beneficio del estado y de los individuos. Pero la vida de los hombres no puede ser sometida a la misma suerte. No es indispensable que yo pueda comprar tejidos brillantes, pero es preciso que sea bastante rico para comprar pan, para mí y para mis hijos. El comerciante puede guardar, en sus almacenes, las mercancías que el lujo y la vanidad codician, hasta que encuentre el momento de venderlas al precio más alto posible. Pero ningún hombre tiene el derecho a amontonar el trigo al lado de su semejante que muere de hambre.
¿Cuál es el primer objetivo de la sociedad? Es mantener los derechos imprescriptibles del hombre. ¿Cuál es el primero de estos derechos? El derecho a la existencia.
La primera ley social es pues la que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios de existir. Todos los demás están subordinados a este. La propiedad no ha sido instituida o garantizada para otra cosa que para cimentarlo. Se tienen propiedades, en primer lugar, para vivir. No es cierto que la propiedad pueda oponerse jamás a la subsistencia de los hombres.
Los alimentos necesarios para el hombre son tan sagrados como la propia vida. Todo cuanto resulte indispensable para conservarla es propiedad común de la sociedad entera; tan sólo el excedente puede ser propiedad individual, y puede ser abandonado a la industria de los comerciantes. Toda especulación mercantil que hago a expensas de la vida de mi semejante no es tráfico, es bandidaje y fratricidio.
Según este principio, ¿cuál es el problema que hay que resolver en materia de legislación sobre las subsistencias? Pues es este: asegurar a todos los miembros de la sociedad el disfrute de la parte de los productos de la tierra que es necesaria para su existencia; a los propietarios o cultivadores el precio de su industria, y librar lo superfluo a la libertad de comercio.
Desafío al más escrupuloso defensor de la propiedad a contradecir estos principios, a menos que declare abiertamente que entiende por esa palabra el derecho a despojar y asesinar a sus semejantes. ¿Cómo, pues, se ha podido pretender que toda especie de molestia, o mejor dicho, que toda regla sobre la venta del trigo era un atentado a la propiedad, o disfrazar este sistema bárbaro bajo el nombre falsamente engañoso de libertad de comercio? ¿Los autores de este sistema no se percatan de que se contradicen a sí mismos necesariamente?
¿Por qué os veis forzados a aprobar la prohibición de la exportación de granos al extranjero cada vez que la abundancia no está asegurada en el interior? Fijáis vosotros mismos el precio del pan, ¿Fijáis el de las especies, o el de las brillantes producciones de la India? ¿Cuál es la causa de todas esas excepciones, sino la evidencia misma de los principios que acabo de desarrollar? ¿Qué digo? El gobierno incluso somete a veces el propio comercio de objetos de lujo a modificaciones que la sana política aconseja. ¿Por qué aquello que interesa a la subsistencia del pueblo habría de estar necesariamente exento de limitaciones?
Sin duda si todos los hombres fueran justos y virtuosos; si jamás la codicia estuviera tentada a devorar la substancia del pueblo; si dóciles a la voz de la razón y de la naturaleza, todos los ricos se considerasen los ecónomos de la sociedad, o los hermanos del pobre, no se podría reconocer otra ley que la libertad más ilimitada. Pero si es cierto que la avaricia puede especular con la miseria, y la tiranía misma puede hacerlo con el desespero del pueblo; si es cierto que todas estas pasiones declaran la guerra a la humanidad sufriente, ¿por qué no deben reprimir las leyes estos abusos? ¿Por qué no deben las leyes detener la mano homicida del monopolista, del mismo modo que lo hacen con el asesino ordinario? ¿Por qué no deben ocuparse de la existencia del pueblo, tras haberse ocupado durante tanto tiempo de los gozos de los grandes, y de la potencia de los déspotas?
Pero, ¿cuáles son los medios para reprimir estos abusos? Se pretende que son impracticables. Yo sostengo que son tan simples como infalibles. Se pretende que plantean un problema insoluble, incluso para un genio. Yo sostengo que no presentan ninguna dificultad al menos para el buen sentido y para la buena fe. Sostengo que no hieren ni el interés del comercio, ni los derechos de propiedad. Que la circulación a lo largo de toda la extensión de la república sea protegida, pero tomemos las precauciones necesarias para que la circulación tenga lugar. Precisamente me quejo de una falta de circulación. Pues el azote del pueblo, la fuente de la escasez, son los obstáculos puestos a la circulación, con el pretexto de hacerla ilimitada. ¿Circulan las subsistencias públicas cuando los ávidos especuladores las retienen amontonadas en sus graneros? ¿Circulan cuando se acumulan en las manos de un pequeño número de millonarios que las sustraen al comercio, para hacerlas más preciosas y más raras; que calculan fríamente cuántas familias deben perecer antes de que el alimento haya esperado el tiempo fijado por su atroz avaricia? ¿Circulan cuando no hacen sino atravesar las comarcas en que han sido producidas, ante los ojos de los ciudadanos indigentes sometidos al suplicio de Tántalo, para ser engullidas en algún desconocido pozo sin fondo de algún empresario de la escasez pública? ¿Circulan cuando al lado de las más abundantes cosechas languidece el ciudadano necesitado, a falta de poder entregar una pieza de oro, o un trozo de papel suficientemente precioso como para obtener una parcela?
La circulación es lo que pone los artículos de primera necesidad al alcance de todos los hombres y que lleva la abundancia y la vida a las cabañas. ¿Acaso circula la sangre cuando está obstruida en el cerebro o en el pecho? Circula cuando fluye libremente por todo el cuerpo. Las subsistencias son la sangre del pueblo, y su libre circulación no es menos necesaria para la salud del cuerpo social, que la de la sangre para el cuerpo humano. Favoreced pues la libre circulación de granos, impidiendo todas las obstrucciones funestas. ¿Cuál es el medio para conseguir este objetivo? Sustraer a la codicia el interés y la facilidad de crear estas obstrucciones. Ahora bien, tres causas las favorecen: el secreto, la libertad desenfrenada y la certeza de la impunidad.
El secreto, ya que cualquiera puede esconder la cantidad de subsistencias públicas de que priva a la sociedad entera, ya que cualquiera puede hacerlas desaparecer fraudulentamente y transportarlas, sea a países extranjeros, sea a almacenes del interior. Ahora bien, se proponen dos medios simples: el primero es tomar todas las precauciones para comprobar la cantidad de grano que ha producido cada región, y la que cada propietario o cultivador ha cosechado. El segundo consiste en forzar a los comerciantes de grano a venderlo en el mercado y en prohibir todo transporte de mercancías por la no che. No es la posibilidad ni la utilidad de esas precauciones lo que hay que probar, puesto que están todas fuera de discusión. ¿Es legítimo hacer esto? Pero, ¿cómo se pueden entender como un atentado a la propiedad unas reglas de policía general, ordenadas por el interés general de la sociedad? ¿Qué buen ciudadano puede quejarse de ser obligado a actuar con lealtad y a la luz del día? ¿Quién precisa de las tinieblas si no son los conspiradores y los bribones? Por otra parte, ¿no os he probado que la sociedad tenía el derecho de reclamar la porción necesaria para la subsistencia de sus ciudadanos? ¿Qué digo? Es el más sagrado de los deberes. ¿Cómo pueden ser injustas las leyes necesarias para asegurarla?
He dicho que las otras causas de las operaciones desastrosas del monopolio eran la libertad indefinida y la impunidad. ¿Qué otro medio sería más seguro para animar la codicia y para desprenderla de todo tipo de freno, que aceptar como principio que la ley no tiene el derecho de vigilarla, de imponerle las más mínimas trabas? ¿Que la única regla que se le prescriba sea la poder osarlo todo impunemente? ¿Qué digo? El grado de perfección al que ha llegado esta teoría es tal que casi está establecido que los acaparadores son intachables; que los monopolistas son los benefactores de la humanidad; que en las querellas que surgen entre ellos y el pueblo, siempre se equivoca el pueblo. O bien el crimen del monopolio es imposible o bien es real. Si es una quimera, ¿cómo puede ser que siempre se haya creído en esa quimera? ¿Por qué hemos experimentado sus estragos desde el inicio de nuestra revolución? ¿Por qué informes libres de toda sospecha y hechos incontestables nos denuncian sus culpables maniobras? ¿Si es real, por qué extraño privilegio sólo él obtiene el derecho a estar protegido? ¿Qué límites pondrían a sus atentados los vampiros despiadados que especulasen con la miseria pública, si a toda especie de reclamación se opusieran siempre las bayonetas y la orden absoluta de creer en la pureza y la bondad de todos los acaparadores? La libertad indefinida no es otra cosa que la excusa, la salvaguardia y la causa de este abuso. ¿Cómo puede considerarse entonces su remedio? ¿De que nos quejamos? Precisamente de los males que ha producido el sistema actual, o al menos de los males que no ha podido prevenir. ¿Y qué remedio se nos propone? El mismo sistema. Yo os denuncio a los enemigos del pueblo y me respondéis: dejadlos hacer. NT.3 En este sistema todo está contra la sociedad. Todo está a favor de los comerciantes de granos.
Es aquí donde se hace necesaria toda vuestra sabiduría y circunspección, legisladores. Un tema de este estilo siempre es difícil de tratar. Es peligroso redoblar las alarmas del pueblo, y dar a en tender que se autoriza su descontento. Aún más peligroso es callar la verdad y disimular los principios. Pero si queréis seguirlos, todos los inconvenientes desaparecen. Sólo los principios pueden agotar la fuente del mal.
Sé bien que cuando se examinan las circunstancias de un determinado motín, provocado por la escasez real o ficticia del trigo, suele señalarse muchas veces la influencia de causas extrañas. La ambición y la intriga tienen necesidad de provocar disturbios. Algunas veces son estos mismos hombres los que excitan al pueblo para encontrar el pretexto de degollarlo, y para hacer terrible la libertad ante los ojos de los hombres débiles y egoístas. Pero no es menos verdadero que el pueblo es naturalmente recto y apacible. Siempre está guiado por una intención pura. Los malvados no pueden alborotarlo a menos que le presenten un motivo poderoso y legítimo ante su vista. Ellos aprovechan su descontento, no lo crean. Y cuando lo inducen a cometer excesos so pretexto del abastecimiento, es porque está predispuesto por la opresión y por la miseria. Jamás un pueblo feliz fue un pueblo turbulento. Quien conozca a los hombres, quien conoce sobre todo al pueblo francés, sabe que no es posible para un insensato o para un mal ciudadano sublevarlo sin razón contra las leyes que ama y aún menos contra los mandatarios que ha elegido y contra la libertad que ha conquistado. Es tarea de sus representantes devolverle la confianza que él mismo les ha otorgado y desconcertar la malevolencia aristocrática, satisfaciendo sus necesidades y calmando sus alarmas.
Las propias alarmas de los ciudadanos deben ser respetadas. ¿Cómo calmarlas si permanecéis inactivos? Si las medidas que os proponemos no fueran tan necesarias como pensamos, bastaría que él las desease, es suficiente que éstas probaran ante sus ojos vuestra adhesión a sus intereses, para determinaros a adoptarlas. Ya he indicado cuál era la naturaleza y el espíritu de estas leyes. Me contentaré aquí con exigir la prioridad para los proyectos de decreto que proponen precauciones contra el monopolio, reservándome el derecho de proponer modificaciones, si es adoptada. Ya he probado que estas medidas y los principios sobre los que se fundan eran necesarias para el pueblo. Voy a probar que son útiles para los ricos y todos los propietarios.
No quiero arrebatarles ningún beneficio honesto, ninguna propiedad legítima. Sólo les quito el derecho de atentar contra el de otro. No destruyo el comercio sino el bandidaje del monopolista. Sólo les condeno a la pena de dejar vivir a sus semejantes. Sin embargo, nada podría serles más ventajoso. El mayor servicio que el legislador puede rendir a los hombres es el de forzarlos a ser gen te honesta. El mayor interés del hombre no es amasar tesoros y la más dulce propiedad no es devorar la subsistencia de cien familias infortunadas. El placer de aliviar a sus semejantes y la gloria de servir a su patria, bien valen esta deplorable ventaja. ¿Para qué les sirve a los especuladores más ávidos la libertad indefinida de su odioso tráfico? Para ser oprimidos u opresores. Este último destino, sobre todo, es horroroso. Ricos egoístas, sabed prever y prevenir por adelantado los resultados terribles de la lucha del orgullo y de las cobardes pasiones contra la justicia y la humanidad. Que el ejemplo de los nobles y de los reyes os instruya. Aprended a disfrutar de los encantos de la igualdad y de las delicias de la virtud. O, al menos, contentaos con las ventajas que la fortuna os da, y dejadle al pueblo pan, trabajo y sus costumbres. Se agitan en vano los enemigos de la libertad, para desgarrar el seno de su patria. Ellos no pararán el curso de la razón humana, como no pueden parar el curso del sol. La cobardía no triunfará sobre el valor. Es propio de la intriga huir ante la libertad. Y vosotros, legisladores, ¿os acordáis de que no sois los representantes de una casta privilegiada sino los del pueblo francés? No olvidéis que la fuente del orden es la justicia. Que la garantía más segura de la tranquilidad pública es la felicidad de los ciudadanos, y que las largas convulsiones que desgarran los estados no son otra cosa que el combate de los prejuicios contra los principios, del egoísmo contra el interés general, del orgullo y de las pasiones de los hombres poderosos contra los derechos y contra las necesidades de los más débiles.
El 8 de diciembre, la Convención, siguiendo a la Gironda, prorrogaba la política de libertad ilimitada del comercio, de defensa de los propietarios y de la ley marcial: en consecuencia, los motines de subsistencias prosiguieron. Esta fue una de las causas que condujeron a la Revolución de los días 31 de mayo a 2 de junio de 1793. El 24 de junio, la ley marcial fue por fin abrogada, después, el 4 de septiembre la libertad ilimitada de comercio dejó sitio a la política del Maximum general.
Notas:
- 1. La oposición entre «economía política tiránica» y «economía política popular» ha sido expresada por Rousseau en «Economía Política», artículo de l’Enciclopédie, aparecido en 1755. Robespierre conocía bien también la crítica de la economía política de Turgot hecha por Mably, Du commerce des grains, escrito en 1775, publicación póstuma, París, 1790. Sobre la crítica de la economía política en el siglo XVIII ver F. Gauthier, GR. Ikni (ed.) La Guerre du blé au XVIIIè siècle, París, Éditions de la Passion, 1988.
- 2. Se trata del ministro Turgot, cuya experiencia de libertad ilimitada del comercio de granos, acompañada por vez primera por la ley marcial, produjo la guerra de las harinas de 1775. La acción de Turgot fue criticada por Necker que le sucedió de 1777 a 1781, antes de que fuera vuelto a llamar en 1788. Ver la intervención de Robespierre contra la ley marcial, el 21 de octubre de 1789, en este mismo volumen.
- 3. Laissez faire, laissez passer (dejad hacer, dejad pasar) era consigna de los fisiócratas. O sea de la economía política a la que Robespierre opondrá la economía popular. Esa mención al «dejar hacer» adquiere en este texto un tinte muy cargado.
Maximilien Robespierre (1758-1794), fue uno de los más prominentes líderes de la Revolución francesa, diputado, presidente de la Convención Nacional en dos oportunidades, jefe indiscutible de la facción más radical de los jacobinos y miembro del Comité de Salvación Pública.