Recortar salarios ha sido una receta universal desde los noventa hasta ahora y no ha servido de nada.
Escribía Marx en el inicio de El 18 Brumario de Luis Bonaparte que «La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos» y remataba esta idea unas pocas páginas más adelante afirmando que «la revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido «. Y fuera de este dramatismo histórico, ya que Marx se estaba enfrentando a la realidad de una revolución inconclusa que había terminado con un golpe de estado, lo cierto es que intentar leer la situación actual con metáforas de la Transición a veces puede encubrir más que descubrir tanto las realidades pasadas como las presentes y futuras. A pesar de que el periodo de la Transición siga marcando el origen de nuestro sistema político, como narrativa, otra cosa es como historia, lo cierto es que cada vez sirve para explicarlo menos y lo que es seguro es que sus metáforas consensuales difícilmente pueden contener la situación actual. No es sólo que han perdido toda efectividad hacia un público cada vez mayor, es que en realidad la situación de entonces si ya no tenía nada que ver con la crisis de 2008, cuando precisamente la narrativa de la transición se empezó a resquebrajar, menos aún mantiene ninguna similitud con la actual. Sin embargo esto no ha evitado que, de golpe, se haya recuperado la idea de hacer unos nuevos «Pactos de la Moncloa», quien sabe si con el rey oficiando su fotografía final para ver si otra de las instituciones que transitaron del franquismo a la democracia recuperan algo de su antigua brillo.
Los Pactos de la Moncloa, ahora presentados como una de las máximas realizaciones de una generación de políticos -con “misteriosas” influencias venidas del laboratorio político italiano-, en realidad forman parte de una historia mucho más amplia y nada exitosa. En un momento en que en Europa se estaba rompiendo el pacto social de la posguerra, a partir del cual se había articulado del Estado del Bienestar, las izquierdas mayoritarias intentaron rehacerlo en medio de la crisis económica. Sin embargo esto las llevó a moderarse y autocontenerse justo cuando las élites se estaban radicalizando hacia nuevas posiciones de derechas. En el momento en el que el neoliberalismo iniciaba su camino desde la marginalidad académica y política -con la concesión del Premio Nobel de Economía en Milton Friedman en 1976- hacia la hegemonía y nacía la revolución neoconservadora que tuvo en Margaret Thatcher y Ronald Reagan sus principales adalides, una parte de los izquierdas intentaban parar esta deriva apelando a la moderación y no al conflicto. La primera versión, y en realidad la más claramente progresista, de este movimiento provino no de Italia, sino de Gran Bretaña. Allí los líderes sindicales, señaladamente el poderoso dirigente del Sindicato General de Trabajadores del Transporte Jack Jones, que habían tumbado el gobierno conservador propusieron al nuevo gobierno laborista de 1974 un nuevo «Contrato Social». A cambio de aceptar una moderación salarial escalonada se pactaba una igualación de los salarios, lo que favorecía a las rentas más bajas, y una mayor inversión social. Esta propuesta se transmutó en varias versiones para diferentes países de Europa, aterrizando en el caso italiano en el debate planteado por el Partido Comunista Italiano de la austerità, entendida como una salida del capitalismo consumista y una vía para alcanzar el compromiso histórico con la democracia cristiana que permitiera el acceso del comunismo al poder. Esto llevó al ofrecimiento de nuevo de un pacto, concretado en el Accordo Programmatico del 4 de julio de 1977, entre los partidos del arco parlamentario, donde se intercambiaba moderación salarial por inversiones y estabilidad política. Si el intento británico acabó con lo que se conoció como el invierno del descontento de 1979 y en la derrota de las izquierdas, al haberse cumplido sólo la parte de contención salarial de los acuerdos, en el caso de Italia, en un situación aún más dura, el PCI perdió ese mismo año 1,5 millones de votos. Posteriormente, en la década de los ochenta los últimos socialdemócratas se convertirán en los primeros socialiberales; en la de los noventa Margaret Thatcher podrá afirmar con tranquilidad aquellos de que su mejor herencia era «Tony Blair y el nuevo laborismo».
En este marco, los Pactos de la Moncloa firmados en octubre de 1977 no forman parte de ningún «milagro» español, sino del intento de lograr un gran pacto económico y social obviando, precisamente, a los agentes sociales, ya que fue precisamente un pacto exclusivamente entre partidos políticos donde los sindicatos no fueron invitados. Aparte de los «ofrecimientos» políticos del pacto en forma de libertades, cuando en realidad éstos ya habían quedado suficientemente claros con los resultados de las elecciones de junio de 1977, o de las reformas fiscales que se debían realizar sí o sí para evitar la quiebra del Estado, básicamente el pacto versó y se aplicó en dos ámbitos: acabar con la inflación, que en julio de 1977 había llegado al 30%, y mejorar la balanza de pagos que era absolutamente negativa. Para hacer esto se acordó una desaceleración monetaria conjuntamente con una devaluación de la peseta y, sobre todo, la contención salarial. El resultados fue una caída de los salarios reales de 1978 a 1986 y un aumento de las tasas de paro que pasaron del 5,32% en 1977 al 8,79% en 1979, hasta llegar al 21,12% en 1986.Cciertamente hubo una expansión de la recaudación del Estado, que sirvió para financiar básicamente una seguridad social con una carga cada vez mayor. Pero, de hecho, el aumento sustancial de inversión en sanidad y educación no llegó realmente hasta la huelga general del 14D de 1988 (aumento al que por cierto los neoliberales responsabilizaron de la crisis de 1993, ya se sabe que la culpa siempre es los derechos que salvan vidas). Ciertamente Santiago Carrillo, que fue un entusiasta de aquellos pactos, podía explicar que los mismos eran prácticamente un paso hacia el socialismo, dentro de una estrategia de aquellos años que se llamaba eurocomunismo, pero la realidad era otra. Como también lo es ahora. Ni la crisis de 2008 ni la actual tienen nada que ver con un crecimiento acelerado de ninguna inflación, de hecho en algunos momentos hemos estado a punto de entrar en una crisis de deflación, y recortar salarios y derechos ha sido una receta universal desde los años noventa hasta ahora. Una receta que no ha servido de nada. Si lo que se quiere es otra cosa, hay metáforas mejores.
Xavier Domènech Profesor de Historia de la Universidad Autónoma de Barcelona, co-fundador de Catalunya en Comú, de la que fue portavoz en el Congreso de los Diputados.