Las campañas electorales de los partidos son, por definición, teleológicas. Fijan su objetivo -la hipótesis que maximice su poder- y construyen a partir de ahí una narrativa que lo justifique en términos de bien común. Detrás de este fetichismo se encuentra el conflicto de intereses sociales, el carácter de clase de las instituciones del estado, las contradicciones profundas de los regímenes de dominación. La actual campaña electoral hasta el 10 de noviembre parece un ejemplo exacerbado de todo ello.
Las primeras encuestas (1, 2, 3) tras la entrada en liza del nuevo partido de Errejón, Más País, dibuja un escenario de partida con un PSOE por debajo del 30%, pero a 9 puntos del PP (20,4%), una caída de entre 5 y 3 puntos de Ciudadanos (12%), una menor perdida de votos de Unidas Podemos (13,6), que sin embargo recogería menos escaños que Ciudadanos, la caída en dos puntos de Vox (8,7) y un notable 6,4% para Más País, que podría obtener alrededor de 14 escaños.
Con todas las dificultades de calcular el número de escaños de cada fuerza, las dos únicas mayorías posibles que proyectan estos datos iniciales son las de una ajustada mayoría tripartita de izquierda, apoyada por el PNV, o una “gran coalición” PSOE-PP, con una mayoría mucho más amplia.
Cambio de contexto
Lo que ha cambiado sustancialmente desde el 26 de mayo es la percepción del contexto. A la crisis estructural del régimen del 78 – con el reguero de juicios por corrupción que llegarán hasta el 10-N, el aumento de la tensión y la polarización en Catalunya con motivo de las sentencias contra los dirigentes independentistas y el ahogo del sistema de financiación autonómico, por citar los elementos tóxicos más significativos- se suma una cadena de choques coyunturales como la nueva recesión económica, las consecuencias del Brexit y una situación internacional cada vez más conflictiva. Las apelaciones al “cambio” han ido dando paso paulatinamente a la exigencia de “estabilidad”.
La aspiración de “estabilidad” es la imagen invertida de la realidad, como toda fetichización. Sobran los programas, porque no se pretende cambiar de raíz las causas del desasosiego general, sino conservar el statu quo en medio del choque de intereses sociales inevitable, lo que no es sino la formula para justificar que no pierdan en nada los que siempre ganan.
Las explicaciones de Pedro Sánchez en la entrevista con García Ferreras sobre su incapacidad de conciliar el sueño si tuviera que gobernar con Unidas Podemos, que en las elecciones del 26 de mayo era su “socio estratégico” para un cambio progresista, son un eco directo de las declaraciones menos poéticas del presidente del círculo de empresarios John Zulueta sobre como afectaría a los intereses patronales la subida del salario mínimo interprofesional, el aumento en 2% de las cuotas de las empresas a la seguridad social o una reforma fiscal que cubra el déficit de 6,4 puntos del PIB de recaudación fiscal para situarnos en la media de la UE. Todo ello achacado a un gobierno de izquierdas PSOE-UP y descartado con un “gobierno progresista” del PSOE.
El arrastre del último presupuesto Montoro desde 2016, el bloqueo del acuerdo presupuestario PSOE-UP para 2019, el retraso hasta finales del segundo semestre de un posible presupuesto para 2020 que implican las elecciones del 10-N -una de las causas fundamentales del bloqueo de la administración del estado y de inestabilidad de una economía basada en transferencias de rentas, exenciones fiscales, subvenciones y licitaciones públicas- ha permitido el mejor de los mundos posibles para la CEOE y los grandes empresarios, que cuentan con los mecanismos de seguimiento y control extraparlamentarios de la Comisión europea, sin la amenaza de un ajuste fiscal “por arriba”. Y esperan y argumentan que el único presupuesto aprobable para 2020 será el de una mayoría parlamentaria PSOE-PP.
La inestabilidad social provocada por la nueva oleada de EREs, el aumento de los contratos precarios y la práctica desaparición de los contratos indefinidos -denunciada por CCOO y UGT- que dan por agotada la fase de recuperación de 2014-2019, es respondida con un llamamiento a la “responsabilidad y la estabilidad”, excluyendo de entrada la derogación de la contra-reforma laboral del PP y reduciendo progresivamente las posibles reformas de sus “aspectos más negativos” en el tránsito de un “gobierno de izquierda” a un “gobierno progresista”, pero sin desechar la aspiración empresarial expresada por John Zulueta de un “Gran Centro” (sic) PSOE-PP-C’s.
Dónde la narrativa sobre la “estabilidad” alcanza niveles patológicos es en relación a la crisis constitucional en Catalunya, previsto foco de inestabilidad polarizadora en el poco más de un mes que resta hasta las elecciones del 10-N. Tras rechazar el posible apoyo parlamentario de los diputados de ERC como causa de “inestabilidad” -en este caso del propio régimen político del 78-, los llamamientos al “diálogo” se han transformado en la amenaza directa de una nueva aplicación del art. 155 o – tras las dificultades jurídicas apuntadas de un legislativo disuelto y el carácter temporal y funcional de la medida apuntadas por el PP-, de la Ley de Seguridad Ciudadana, que nunca fue prevista ni concebida para hacer frente a una desobediencia civil masiva y pacífica contra las sentencias de los juicios a los dirigentes independentistas, en prisión preventiva desde hace dos años.
El salto preventivo a la represión del “terrorismo” potencial independentista, con una campaña de prensa basada en las supuestas filtraciones de un sumario secreto y que adelanta la posibilidad de dos acusaciones por tenencia de material para la construcción de explosivos, en medio de redadas nocturnas en Sabadell, ha entrado en un terreno de inseguridad jurídica solo comparable a la que se achaca al Parlament catalán de mayoría independentista.
La lógica implícita de la “estabilidad”
La narrativa sobre la “estabilidad” va devorando la narrativa “progresista” del PSOE. A veces de manera esperpéntica, como el anuncio repetitivo inminente de la retirada del cadáver del dictador Franco del Valle de los Caídos para ser pospuesta una vez más en nombre de la seguridad jurídica, hasta confrontar procesalmente una decisión del TSJ con un recurso contencioso-administrativo ante un tribunal de Madrid. O la afirmación de Pedro Sánchez de que los valores republicanos están encarnados hoy en la figura de Felipe VI.
A medida que avance la campaña, el lema del PSOE “Ahora gobierno, ahora España”, irá adquiriendo su verdadera lógica. La han explicado antes de la campaña Felipe González y Mariano Rajoy en el Foro La Toja, haciendo alarde de su comprensión teleológica de la que ya dio muestras el segundo-como recordó- en 2015-2016, cuando la inestabilidad se hizo ya crónica: hace falta un gobierno estable, si es necesario con “coaliciones incómodas”.
¿Es eso lo que quiere Pedro Sánchez? No. Como ha repetido hasta la saciedad desde el 26 de mayo, su aspiración es un “gobierno progresista”, que en su narrativa significa un gobierno de Pedro Sánchez. Un gobierno que le permita situarse por encima de las contradicciones del régimen del 78, ocupar el “centro” -que no es otra cosa que la administración del estado y la red clientelar que proporcionan las instituciones y la gestión del BOE y el presupuesto– y arbitrar a derecha e izquierda las tensiones y conflictos sociales y territoriales que se agravan por momentos.
La fórmula mágica programática -que resume y excluye cualquier otro contrato con los electores- es “dejar gobernar al que gana y no bloquear los que no pueden gobernar”. Una formula que se ha convertido en el imperativo categórico político de la crisis del bipartidismo y cuya paternidad corresponde a Rajoy, estableciendo un hilo conductor de cortacircuitos entre las elecciones de 2015 y todas las sucesivas hasta el 19-N de 2019.
Pero la lección de todo ese período, como ha señalado Javier Pérez Royo, es que es imposible gobernar el Reino de España con menos de 156 escaños. Y que estabilizar la inestabilidad progresiva crónica, agravada coyunturalmente, del régimen del 78 parece exigir una “estabilidad reforzada” de una amplia mayoría absoluta. El arco de expectativas del PSOE se sitúa en este momento en 115-136 escaños, que podría llegar a los 177-179 con una “coalición parlamentaria progresista” y que podría superar los 220 con una “Gran coalición” PSOE-PP.
Las presiones de las clases dominantes del régimen del 78 son evidentes. Pero también sus contradicciones, porque la estabilidad parlamentaria no dejaría otro espacio de manifestarse a la inestabilidad estructural que la sociedad civil, el campo de confrontación -por definición-, de los intereses sociales. Una polarización que puede amenazar con repetir la pesadilla para las clases dominantes de la disyuntiva entre “reforma o ruptura” de la crisis agónica del franquismo.
Sin llegar, por el momento a ese dramatismo estratégico, nos queda primero Portugal. El lunes, cuando sea evidente que el socialista Costa no ha obtenido la mayoría absoluta que pedía, como Sánchez, para romper su coalición parlamentaria con el Bloco de Esquerda y el PCP, quedará por delante una negociación como la que adelanta Francisco Louça. Y nos queda después Catalunya, con la publicación de las sentencias una semana más tarde. Ambas experiencias influirán más en la campaña electoral del 10-N que todas las banderolas y merchandising que ha tenido a bien ahorrarnos graciosamente el pacto de nuestros partidos políticos.Gustavo Buster Co-editor y miembro del comité de redacción de Sin Permiso.