El pasado lunes 3 de agosto, la Junta de Gobierno de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) aprobaba, gracias al voto de calidad de su presidente, el alcalde de Vigo y miembro del PSOE, Abel Caballero, un pacto con el Ministerio de Hacienda sobre el destino de los superávits municipales. Solo los 12 votos del PSOE apoyaron la propuesta. Unidas Podemos se abstuvo (1), mientras PP (10), C’s (1) y PdCat (1) votaron en contra.
El acuerdo, lejos de sentar unas bases que permitan resolver los serios problemas de financiación y competencias locales en un momento particularmente duro como el actual, ha reabierto la caja de los truenos. Salvo que el gobierno invente nuevas fórmulas legales que faciliten puentes de diálogo, la aprobación en el Congreso de los Diputados del decreto que lo avala el próximo septiembre se halla amenazada.
El pacto comporta una nueva crisis entre el gobierno y la mayoría que invistió a Sánchez. ERC, EH Bildu, BNG, Compromis, PNV y Unidas Podemos -Comuns en Barcelona- lo rechazan abiertamente o bien solicitan serias mejoras para así posibilitar su apoyo en sede parlamentaria. Del mismo modo, otros posibles aliados, sin representación en las Cortes, pero con presencia municipal, caso de las Mareas municipalistas gallegas o Adelante Andalucía, también se desmarcan del mismo. La guinda al pastel llegó el día 7 con la reunión de 10 alcaldes de 8 partidos diferentes (desde Cádiz, Valencia y Bilbao a Zaragoza) en la que, por razones diversas, se rechazó el acuerdo y se reclamó una nueva negociación.
El documento adoptado, que afloja algo de dinero para algunos ayuntamientos y la propia regla de gasto para este ejercicio, señala que, con carácter voluntario los Ayuntamientos, Diputaciones y Consejos insulares que posean y pongan a disposición de la Administración General del Estado (AGE) sus remanentes de caja realmente disponibles para la constitución de un préstamo a favor de la primera podrán: (1) recuperar íntegramente en un plazo de 10 años desde el año 2022 (o sea, en 12 años) y en 10 anualidades el importe de lo prestado; (2) el Estado, además de los intereses por el empréstito (0,3% precio del coste financiación del Tesoro público a 10 años), les entregará en el año 2020 una cifra igual al 40% del total de la cantidad transferida (hasta un máximo de 2.000 millones) y en el año 2021 otra igual al 60% también del total (hasta un máximo de 3.000 millones); (3) las cantidades que se libran a los ayuntamientos estos dos años (no las que éstos prestan al Estado) deberán emplearse forzosamente en proyectos relacionados con proyectos en el área de agenda urbana y movilidad sostenible, transición energética, cuidados de proximidad y cultura; (4) el gasto financiado con estos fondos, al ser finalista, no computará para la regla de gasto. Es decir, permitirá que los consistorios gasten más sin por ello incurrir en más déficit; (5) independientemente de ello, es decir, ponga o no ponga el ayuntamiento sus remanentes, si es que los tiene, a disposición de la AGE, el Estado de manera excepcional permitirá que este año a las corporaciones locales el no cumplimiento de la llamada “regla de gasto”.
Detrás del enrevesado debate sobre números, déficits, reglas de gasto y préstamos, se ocultan en realidad problemas democráticos muy profundos, asociados al papel de una institución política clave para cualquier democracia, como son los municipios. La tormenta desatada por el acuerdo no representa un problema administrativo más, sino la expresión de una de las incapacidades centrales dentro del marco del régimen del 78 para garantizar que sea la voluntad del pueblo quién mande y tenga la última palabra. Dicho de otra forma, es una prueba de encogimiento de la democracia y de la falta de libertades en la que vivimos.
Formalmente, las leyes reconocen plenas competencias a los municipios en aquellos aspectos que les son propios, pero a la hora de la verdad, faltos de recursos suficientes, intervenidos por “habilitados nacionales” como secretarios e interventores y sometidos a regulaciones que constantemente limitan sus capacidades de decisión, nuestros consistorios se ven obligados a diario a pelear para no verse reducidos a simples unidades administrativas. Una situación profundamente empeorada con el giro neoliberal austeritario que se fraguó aprovechando la crisis anterior y el cambio constitucional del artículo 135. Un entramado legal al que Zapatero abrió la puerta, pero que organizó el PP de la mano del tándem Rajoy- Montoro y que llegó a su cénit, para el caso que nos ocupa, con la Ley Orgánica 2 /2012 de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera y su límite de gasto.
Los remanentes que poseen cientos ayuntamientos y que suman miles de millones conforman dinero propio de esos municipios, fondos que tenían prohibido gastar debido al armazón normativo que aún a día de hoy garantiza el dominio de la política de austeridad y que constituye la base del legado del PP. Es esa autoridad legal de la anterior legislatura (todavía no derogada) la que usa la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, para forzar a la FEMP a un acuerdo por el que aquellos ayuntamientos que tengan remanente podrán gastarse parte del mismo siempre que, a cambio de ello, lo presten por más de dos lustros al Estado y acepten, además, condicionar el gasto de las cantidades que se les entregarán a cambio a determinados planes. Planes que nadie niega que puedan ser muy útiles, pero que llegan impuestos desde fuera y sin decidir comúnmente.
A estas alturas a nadie se le escapa que el acuerdo con la FEMP representa un mal paso que sería mucho mejor desandar por varios motivos:
En primer lugar, genera más rechazos que apoyos al sustentar su avance en el marco legal construido por el PP. Un marco que somete la voluntad popular, sus necesidades e instituciones básicas como son los ayuntamientos a la lógica de la austeridad neoliberal marcada por los recortes en derechos y servicios. Se trata de un camino muerto del que precisamente se suponía que el cambio de gobierno nos iba (al menos en sus peores aspectos) a liberar.
En segundo lugar, para fraguarlo se usa una ley orgánica, la 2 /2012 de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera y su límite de gasto que es imprescindible derogar para empezar a satisfacer las enormes necesidades sanitarias, sociales, económicas y democráticas que la pandemia ha puesto de manera brutal sobre la mesa. Una ley que se afloja de manera solo muy parcial, pero que se piensa mantener.
Por otro lado, la vía para modernizar y cambiar el modelo productivo (por el ejemplo, desarrollar el suelo de derechos establecidos en la agenda 2030) parte de revertir la austeridad. Es decir, cambiar la gobernanza significa dar voz y autoridad a la gente y a los ayuntamientos como unidades básicas de representación política y de planificación autónoma en el territorio. El municipio constituye el espacio primero en el que se desarrollan todas las relaciones y se accede a los servicios que garantizan la condición de ciudadanía y los derechos asociados a la misma. El pacto de ahora, que deja a unos fuera (los que más lo necesitan) y a otros dentro, y que somete su autonomía a filtros no acordados comúnmente, no resolverá ni una sola de las cuestiones que pretende.
Es imposible trabajar contra la despoblación, avanzar hacia los objetivos de desarrollo sostenible, hacia esa “modernización” de la que se habla sin liberar a la sociedad de las ataduras de austeridad que la someten en lo legal y la asfixian en lo social y económico.
El pacto entre la FEMP y Hacienda representa un ejemplo más de la crisis del régimen del 78. El empeño por mantener el marco legal e institucional actual no solo no genera consensos amplios, sino que, sobre todo, impide encarar con garantías las necesidades materiales de la mayoría de la población. No reverdece, no hace más eficaces a las instituciones, no da más protagonismo a las personas. Al contrario, mantiene el peso de lo no libremente decidido, de lo que no debe responder ante el pueblo, por encima de éste.
El cinismo actual del PP, responsable directo de toda esta asfixia intentando capitalizar la oposición, puede todavía funcionar, no solo por el poder institucional y económico que tiene, sino porque su entramado legal sigue en vigor. Avanzar decididamente contra esas normas, denunciarlas y derogarlas es el medio más directo para restarle fuerza, para debilitarlo. Hasta para eso los parches de la ministra Montero y Abel Caballero son una mala receta.
Por ello, la queja y protesta municipal de la izquierda frente al acuerdo, dispar y diversa hoy, debe insistir en la necesidad de derogar las normas que el PP impuso, presionar en la participación del poder local en todos los marcos básicos de decisión y establecer espacios de coordinación transversal entre los propios ayuntamientos a partir de la realidad común compartida. Por ese camino, la caja de los truenos abierta ahora encontrará en los valores republicanos asociados indisolublemente al municipalismo y a lo común una respuesta satisfactoria a lo que demanda.
Carlos Girbau concejal de Ahora Ciempozuelos y amigo de Sin Permiso.