Derechos y presupuestos

El proyecto de presupuestos para el año 2022 comienza el miércoles su andadura en las Cortes. Los números, pendientes para su aprobación de una mayoría con la que aún no cuentan, se hallan colgados de unos fondos europeos a los que mengua la inflación y de una deuda que se come buena parte de los ingresos. Es cierto que hay un aumento del gasto social, pero, con diferencia, la mayor parte se la llevan las pensiones. En el proyecto presupuestario no hay cambio de modelo productivo. La reforma laboral continúa y la Ley mordaza, también. El aumento al 15% (para las empresas más grandes) del mínimo impositivo sobre beneficios no resuelve el agujero del déficit, ni presiona de verdad a los empresarios, aunque sí los enfada.

Los datos del último informe de Caritas son demoledores. El número de personas en riesgo de exclusión social ha crecido casi en un millón en este tiempo pandémico y suma ya 6 millones. El proyecto presupuestario no aborda la “reforma fiscal social y progresista” prometida. No hay redistribución de la riqueza, sino algunos cheques (vivienda o juventud) que no aseguran derechos, solo nuevas vías de transferencia de rentas a los ricos y mayor descapitalización del Estado.

El anuncio de una futura ley de vivienda que, sea cual sea su redactado final, ya cuenta con la oposición de todas las derechas, el mundo de la empresa y un seguro recurso ante el Tribunal Constitucional, que le augura una aplicación imposible, no resolverá la falta de derecho a techo de la población ni el precio de los alquileres. El sindicato de inquilinos y la PAH afirman que se queda muy por detrás del proyecto de ley que Unidas Podemos registró hace solo siete días. Los pocos pasos en la buena dirección que se incluyen en el discurso sobre esa futura norma se revelan pequeños y cortos. En definitiva, el sufrimiento para las rentas inferiores a 26 mil euros anuales se mantendrá.

El que, a tenor de lo publicado por la prensa, parece que sí “dejará de sufrir” es el rey emérito. La fiscalía no ve causa contra él. Defraudó, cobró comisiones a troche y moche, recibió información de la propia fiscalía y del juez instructor para regularizar su situación, pero ahora la misma fiscalía asegura que no hay de qué acusarle. Y que, si en algún momento lo hubo, su inviolabilidad, falta de responsabilidad legal reconocida constitucionalmente y el tiempo transcurrido desde los delitos cierran el caso.  Sobre el trato de favor de la fiscalía, del instructor y todos los tejemanejes que le han permitido regularizar, fuera de plazo, una parte de lo que defraudó no hay valoración.

Por el contrario, Alberto Rodríguez, diputado estatal de Unidas Podemos, ha sido condenado por el Tribunal Supremo gracias a la declaración no concluyente de un policía y unos vídeos parciales en los que no se le ve agrediendo a nadie. En cuanto la condena sea firme, deberá dejar su escaño en el Congreso.  La suma del caso del emérito y del diputado representan el rostro real del régimen: palo a la población y a sus representantes, árnica para los poderosos.

En el marco del régimen del 78 no es la correlación parlamentaria la que permite cambiar de verdad la cosas. Falta democracia para ello. En esta calma chicha del “orden constitucional”, reyes, ricos y rentistas son quienes sacan jugosos réditos. Los demás somos de segunda y nuestros derechos, también.

El 16 de octubre, en las calles de Madrid, se darán cita pensionistas y plataformas contra los macro parques eólicos que nos preparan las eléctricas. Sin movilización social y sin potentes plataformas unitarias que la respalden no puede haber cambios que garanticen los derechos ni políticas lo hagan posible.