El 13 de octubre de 1909, Francisco Ferrer i Guardia, pedagogo y fundador de la Escuela Moderna, fue fusilado en los fosos del castillo de Montjuic de Barcelona. No hizo falta mucho tiempo para que se confirmara el montaje judicial organizado por la justicia militar y el gobierno de la época. Necesitaban encontrar a un culpable del levantamiento popular de la población de Barcelona y alrededores y se ensañaron con Ferrer i Guardia.
Los sucesos conocidos como la Semana Trágica se desarrollaron entre el 26 de julio y el 1 de agosto de 1909. El desencadenante fue el envío de tropas para combatir en Marruecos. Una vez perdidas todas las colonias de ultramar en 1898, la Monarquía de Alfonso XIII inició una política imperialista en el norte de Marruecos. En la zona del Rif se explotaban unas minas en las que tenían importantes intereses el conde de Romanones, los Güell y el marqués de Comillas. El 9 de julio, los rifeños atacaron la construcción de un ferrocarril que iba desde las minas hasta Melilla. Murieron cuatro obreros. Viendo el peligro que representaba para el mantenimiento de la explotación minera, el gobierno decretó una orden de movilización.
El malestar se extendió con rapidez, especialmente por la llamada a los reservistas -la mayoría de ellos casados y con hijos-, que debían abandonar trabajo y hogar para defender los intereses de los aristócratas capitalistas. Además, en esa época, pagando la cantidad de 1.500 pesetas se podía evitar el servicio militar, pero el salario básico ni siquiera llegaba a 3 pesetas. Los ricos evitaban el reclutamiento y los obreros y los campesinos iban a la guerra. Los primeros embarques de soldados se realizaron sin especiales problemas, pero fueron llegando noticias de los enfrentamientos y muertes en África y el ambiente cambió. El 18 de julio se produjeron las primeras protestas en el puerto de Barcelona. Cuando los soldados bajaban por las Ramblas en dirección al puerto, una multitud, con presencia destacada de esposas y novias de los soldados, empezó a gritar: “Abajo la guerra”, “Que vayan los ricos”. Desde el 21 de julio se sucedieron numerosos actos de protesta en Barcelona y alrededores. En Madrid, el 22 se organizó una manifestación, particularmente nutrida de mujeres, contra la guerra. El 23 se produjeron choques con la policía en la salida de un tren de reservistas. El 25 el gobierno prohibió la publicación de noticias sobre la guerra o sobre la salida de tropas. En otras ciudades como Zaragoza, Tudela y Figueras hubo también enfrentamientos con la policía. En Terrassa (Barcelona) se celebró una gran asamblea contra la guerra convocada por anarquistas y socialistas en la que se criticó a los diputados radicales y republicanos “por no haber aprovechado su inmunidad parlamentaria para ponerse al frente de las masas en un movimiento de protesta organizado contra la guerra”. Ocurrirá también durante la Semana Trágica, en la que los republicanos lerrouxistas y los nacionalistas catalanes dejarán solas a las clases trabajadoras.
Las noticias sobre enfrentamientos armados y muertes de soldados aumentaron la indignación. La intervención militar fue desastrosa. A finales de julio el ejército español fue derrotado por los rifeños en el Barranco del Lobo (cerca de Melilla), donde murieron 153 soldados y 600 resultaron heridos. Para seguir manteniendo la ocupación, el gobierno tuvo que desplazar a 35.000 soldados. Una canción se hizo muy popular:
Melilla ya no es Melilla,
Melilla es un matadero
donde van los españoles
a morir como corderos.
En otros lugares se cantaba también:
Los obreros de la mina
están muriendo a montones
para defender las minas
del conde de Romanones.
La idea de una huelga general se extendió por muchas ciudades que, sin embargo, no llegaron a coordinarse para iniciarla el mismo día. En Barcelona se formó un comité de huelga compuesto por anarquistas y socialistas y se acordó empezar el lunes día 26 de julio. La masiva respuesta alcanzó toda la zona metropolitana de Barcelona y las ciudades importantes de Cataluña, con las mujeres jugando un papel importante en la extensión del movimiento y en el cierre de las tiendas de los barrios. Durante cuatro días la ciudad estuvo en manos de los huelguistas. El gobierno declaró el estado de guerra y cundieron los enfrentamientos. La ira popular se expresó en la quema de conventos e iglesias (unos treinta), fiel reflejo del hartazgo de las clases populares contra la alianza del Ejército y la Iglesia. Se enviaba a los hombres a combatir en África y la Iglesia lo bendecía. La derecha y el gobierno se lanzaron a una brutal campaña, primero mintiendo al decir que el levantamiento tenía un cariz separatista y luego abusando y exagerando sobre la quema de iglesias. Las acciones anticlericales provocaron tres muertes, una de ellas por humo, mientras que la represión policial y militar mató a un centenar de personas.
La Semana Trágica fue un levantamiento popular más espontáneo que organizado. Hasta el gobernador civil, Ángel Ossorio, tuvo que reconocer que “en Barcelona nadie prepara una revolución, por la simple razón de que siempre está preparada… De conspiración, de plan, de acción concertada, de reparto de funciones, de reclutamiento, de remuneración, de distribución de armas, de órdenes dadas como preparación para los eventos del día 26 no he oído ni una sola palabra”. Y aunque la historia ha dejado grabada esa interesada imagen anticlerical, como todo movimiento popular progresista y revolucionario en España, tuvo un neto contenido republicano. Según el historiador Tuñón de Lara, en Sabadell, Mataró y Manresa se proclamó la república y en la acusación contra Ferrer i Guardia el fiscal exclamó escandalizado: “Zumba todavía en nuestros oídos el grito de ¡Viva la República!”. El viernes, 30 de julio, unos diez mil soldados ocuparon Barcelona, y aunque algunos barrios resistieron, al día siguiente la rebelión quedó sofocada.
La farsa de juicio
Asustadas por los acontecimientos, las clases dirigentes iniciaron una dura represión: más de 2.000 personas fueron procesadas y encontraron como cabeza de turco a Francisco Ferrer i Guardia. Pocos días después de finalizada la rebelión, la prensa lanzó una campaña de intoxicación contra él (las actuales campañas de prensa o las fake news no son novedosas). En el periódico Época se le acusa de haber financiado la rebelión con “una importante suma de dinero”, algo que nunca pudo demostrarse. En El Siglo Futuro, un corresponsal publica que Ferrer “fue visto en varias ocasiones en la calle… capitaneando un grupo frente al teatro del Liceo”. El corresponsal declaró que no le conocía “excepto a través de fotografías”, pero que “estaba convencido de que se trataba de él porque así lo dijeron los transeúntes que se encontraban allí”. Así empezaron las acusaciones.
El gobierno nombra a Javier Ugarte, fiscal del Tribunal Supremo y auditor general del Ejército, para investigar los hechos. Antes de cerrar el caso ya anuncia que lo sucedido es “una rebelión militar en toda regla” y que, por lo tanto, los juicios debían realizarse bajo el código militar. Antes de establecerse cargo alguno, Ferrer es citado por un tribunal militar. El Imparcial publica que “el señor Ugarte tiene en su poder la prueba de que el organizador y alma de la sedición fue Ferrer”. Nunca se encontrará la supuesta prueba. Tras su detención, el 31 de agosto, El Universo, principal periódico católico, presiona para que no sea juzgado por la vía ordinaria porque este tipo de tribunales tiene la costumbre de “apoyarse en pruebas incriminatorias claras, precisas y decisivas”, y que es conveniente que sea juzgado por tribunales militares, porque “no necesitan basarse en pruebas fehacientes sino en una condena moral, delimitada por la conciencia de todos aquellos que los componen”. Más claro es imposible. Ese será el tono del juicio y la condena.
Francisco Bergasa, autor del libro ¿Quién mató a Ferrer i Guardia? denuncia así el juicio: “Y es que todo en el «proceso Ferrer» supuso un falseamiento de los más elementales principios del Derecho y un atentado contra las más mínimas normas procesales. Apresurada en su instrucción, sigilosa en su procedimiento, falta de las garantías legales necesariamente prescritas por el ordenamiento jurídico, desglosada sin razón del resto de los sumarios instruidos con ocasión de los sucesos revolucionarios, sorda a cualquier testimonio exculpatorio del reo, abierta a la aceptación de documentos apócrifos que lo incriminasen, receptiva a cualquier especie de rumorología, y tramitada, por si todo ello fuera poco, en un periodo de suspensión de las libertades constitucionales, la causa se reveló desde su inicio como el trámite de una condena anticipada. Con lo que su fallo hubo de interpretarse, y así lo ha entendido la más solvente historiografía, como un servicio de la Justicia al interés del Gobierno por responder a la insurrección de Barcelona con un contundente y ejemplarizador escarmiento. Antes de comenzar el juicio oral, y hay una coincidencia generalizada en esa sospecha, Ferrer i Guardia ya estaba sentenciado”.
En menos de un mes se preparó todo el procedimiento y la acusación. No se permitió que la defensa presentara pruebas ni testigos. De hecho, no se le acusó de ningún acto en concreto, sino de ser “el promotor de un movimiento revolucionario, la síntesis de todos los elementos que han tomado parte en éste”. El juicio se celebró durante un solo día, el 9 de octubre. El abogado defensor, de oficio, declaró: “Me encuentro con un proceso concluido, en el que, tras la lectura de los cargos, me han negado cuantas pruebas he solicitado, donde no he podido lograr que fuesen oídos los testigos que lo pretendían”. El Tribunal Militar sentenció la pena de muerte. El día 10, el Capitán General de Cataluña confirmaba la sentencia; el 12, el gobierno daba el visto bueno y el 13, a las 9 de la mañana, en los fosos del castillo de Montjuic era fusilado Francisco Ferrer i Guardia. Según el relato de un oficial presente, se dirigió al pelotón de fusilamiento con estas palabras: “¡Muchachos, apuntad bien y disparad sin miedo! ¡Soy inocente! ¡Viva la Escuela Moderna!”
Repercusiones
Una oleada de indignación recorrió España. En las Cortes y en numerosos ayuntamientos, los republicanos, radicales y socialistas protestaron contra el fusilamiento y la represión. Una parte de la vida política giró en torno al caso Ferrer i Guardia, tanto por su denuncia como por la represión que continuaba. Por ejemplo, el dibujante Sagristá fue condenado a doce años de prisión por unos dibujos a favor de Ferrer (parece como si el tiempo no pasara; entonces fueron unos dibujos, ahora pueden ser unas canciones). Se abrió una importante crisis en la Restauración monárquica de Alfonso XIII. El escritor Pérez Galdós publicó una Carta abierta al pueblo español en la que decía: “Ya es hora de que afrontemos las calamidades de estos tiempos […]. Forzoso es que alguien, sea quien fuere, clame ante la faz atónita del pueblo español, incitándoles a contener enérgicamente las insensateces de los que trajeron la guerra del Rif […]. No temamos que nos llamen anarquistas o anarquizantes, que esta resucitada Inquisición ha descubierto el ardid de tostar a los hombres en las llamaradas de la calumnia”. El 22 de octubre, el Rey promovió un cambio de gobierno. Según Tuñón de Lara, “el Rey ha comprendido que sólo la salida del equipo Maura-La Cierva (los principales dirigentes del gobierno) puede evitar una revolución”. El bipartidismo imperante ya no podía garantizar la estabilidad del Reino. En diciembre, unas elecciones municipales dan la mayoría al bloque republicano-socialista en una parte importante de las grandes ciudades. En Madrid, por primera vez en la historia, hay un empate entre monárquicos y republicanos-socialistas. Hubo que esperar hasta la primavera de 1911 para que en las Cortes se exigiera la revisión del juicio a Ferrer.
A nivel internacional las protestas fueron enormes. El 17 de octubre se reunían en París unas 100.000 personas a los gritos de “¡Vive Ferrer! ¡A bas l’assassin! ¡A bas Alphonse XIII!”. Víctor Serge, el revolucionario escritor ruso-belga, escribirá tiempo después sobre su participación en esa manifestación de protesta. Por toda Europa se sucedieron las protestas. En Roma, el Ayuntamiento colgó por la ciudad bandos de protesta. En Livorno y Génova los estibadores se negaron a cargar barcos españoles. En Gran Bretaña los diputados laboristas expresaron su protesta en el Parlamento. En Suiza se gritó contra España y los curas. Hubo mítines en Salónica (Grecia), Bruselas y Lisboa. Por toda Europa y durante semanas se prolongaron las protestas, que llegaron hasta Buenos Aires y a diversas ciudades de Brasil.
Hoy, la figura de Ferrer i Guardia y su idea de escuela moderna y racionalista sigue presente en la historia, mientras que sus acusadores, jueces y gobernantes de la época son parte de la ignominia de la historia de España.
Era otro siglo y eran otros tiempos y las comparaciones no siempre son aconsejables, pero sí que debe estar presente el papel de la justicia o de la Monarquía en aquellos tiempos y en los actuales, o el peso de la Iglesia, entonces y ahora. Los tiempos cambian, aunque algunas instituciones sigan perviviendo sobre las espaldas de la sociedad. Y cuesta no pensar que dentro de unos meses habrá un juicio en este país en el que los jueces pedirán enormes penas por rebelión a quien, sencillamente, defendió ejercer el derecho democrático a decidir.
Miguel Salas
22/11/2018