Ayer, día 6 de diciembre, se cumplieron 43 años de la constitución del 78, la regla básica del entramado del régimen de la segunda restauración borbónica, el “contrato social” con el que salimos de la dictadura. Un “Estado social y de derecho”, según define su texto.
En más de cuarenta años, ni esa fórmula ni el resto del redactado han garantizado, por ejemplo, el empleo; de hecho, la tasa de paro nunca ha bajado del 15%. Hoy, a pesar del crecimiento de la economía, la cifra de personas desocupadas es de 3.416.799. Tampoco la vivienda. Los desahucios crecieron, en el tercer trimestre del 2021, un 22% con respecto al mismo trimestre del año anterior, con 8.659 lanzamientos administrativos.
El derecho a la salud, puesto a prueba por las diversas olas de la pandemia, se encuentra peor que nunca, con huelgas y movilizaciones por todas partes. Las compañías sanitarias privadas facturan 9 mil millones de euros y sus asegurados son más del 23% de la población.
Por otra parte, uno de cada cinco ciudadanos, mayor porcentaje aún en mujeres y población inmigrante, se hallan en riesgo de pobreza y un 10% de los habitantes padece pobreza severa.
Si en cuanto a la parte “social” de la definición, se observa que la cosa se queda más que corta, en la parte del “derecho”, el asunto no va mejor. La constitución consagró la monarquía y la inviolabilidad del rey ladrón. Mantiene un poder judicial no electo que restringe y minusvalora, a golpe de sentencia, el uso de lenguas como el gallego, el vasco o el catalán e interviene y se impone al voto ciudadano, reprimiendo y desposeyendo a cargos electos o encarcelando a quienes osan reclamar soberanía para sus pueblos. Por su parte, la policía continúa ostentando las medallas que le puso Franco, mientras se revela contra todo control democrático, amparándose en abusivas leyes como la “mordaza”. El ejército, consagrado como el garante de la unidad de reino, sigue sin reconocer internamente los mínimos derechos democráticos, ni más pueblo que el español, ni más bandera que la monárquica.
Por ende, ese contrato de la transición no es capaz ni de mantener a la población en buena parte del territorio. Se consagran con ello desigualdades de todo tipo, se confirma el agotamiento del sistema autonómico, así como la falta de recursos y poder de los municipios.
En resumen, el contrato de la transición se ha mostrado especialmente inútil para garantizar derechos y seguridad para la mayoría, pero muy útil para los súper ricos, para la corrupción de las élites, para las cloacas y sus Villarejos, para amparar abusos y cerrar puertas a soluciones. Tan es así, que las voces a favor de su reforma crecen desde los ámbitos más diversos. Sin embargo, la mayoría de ellas no admiten la raíz enferma que sustenta los problemas: el pacto con los franquistas. Ese pacto lo preside todo para gloria del PP, Vox y C’s, y supedita todo avance a mantener ese asfixiante lastre.
Más de 40 años después, necesitamos un nuevo contrato social, uno republicano, que parta de garantizar la existencia material de la población, el empleo, la educación, la sanidad, la vivienda y la igualdad plena para las mujeres, los pueblos y las lenguas.