Llegó el pacto sobre la reforma laboral, que no su derogación. Por primera vez en lustros se presenta una reforma que no nace para recortar ni para aumentar el ya de por sí gran poder del empresario, sino para ponerle freno y recuperar algunos derechos.
Desde que llegó a la Moncloa el gobierno de Coalición Progresista, los cambios legislativos que se han ido produciendo han perseguido recuperar derechos perdidos y mitigar algunos de los efectos más duros de la política neoliberal. Ingreso Mínimo Vital (IMV), mecanismo de los ERTE, precio de la electricidad, limitación de desahucios, fin del despido por absentismo, regulación del teletrabajo o ley Ryder. Ahora bien, dicha recuperación ha estado siempre supeditada -con la actual reforma laboral no ha sido distinto- a fines que el propio gobierno marca como inamovibles y a los que todo se somete. Nos referimos, de un lado, al marco general de la Unión Europea y sus fondos Next Generation. Esta reforma se encuadra dentro del llamado diálogo social y se subordina a la Componente 23 del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia pactado con UE. Del otro lado, se supedita al marco constitucional de la segunda restauración borbónica y su conjunto de entramados legales y juegos de balanzas. Ambas realidades se hallan claramente escoradas y al servicio del gran capital.
Dicha supeditación condiciona abiertamente el resultado. De ahí que todas y cada una de las medidas adoptadas por el gobierno de coalición progresista no hayan permitido a la población trabajadora mejorar ostensiblemente su situación. El riesgo de pobreza se sitúa en el 21% sin que lo impida el IMV; la nueva ley de vivienda no fue admitida a trámite en el Congreso y los desahucios continúan; la bajada del recibo de la luz no implica meter en vereda a las eléctricas, sino que se refuerzan. Nunca parece llegar la derogación de la Ley mordaza o la reforma fiscal.
En el caso de la reforma laboral, los avances evidentes en recuperación de la ultractividad, en la reducción de la precariedad, en poner límites a la temporalidad o en conseguir parcialmente la recuperación del convenio de sector sobre el de empresa, etc. no pueden ocultar lo mucho que aún queda por cambiar tras la puñalada que significó la reforma de 2012. Tampoco lo cortos que se quedan los cambios para lo que necesitamos y lo poco que ayudan a mirar la realidad cara a cara frente a las grandilocuentes frases que acompañan las firmas del acuerdo y que más pronto que tarde chocan con la realidad.
Hay, desde el principio de la legislatura, una mayoría suficiente en las actuales Cortes para derogar la reforma de Rajoy. A pesar de ello, no hay derogación. Una contradicción que muestra de nuevo que, por encima del poder del voto, queda el poder de los jefes de los gobiernos en Bruselas y la patronal. Resulta un error no denunciar los límites que impone ese poder, como sería un error no apurar el marco legal que nos ofrece. En el parlamento, las fuerzas partidarias de la derogación de la reforma, empezando por las que se engloban en filas del gobierno de coalición progresista y siguiendo por ERC, EH Bildu o BNG, deben reforzar su acción para arrancar todo aquello que permita acercarse más y más al acuerdo de derogación prometido.
Pero sin calle no hay cambios. Sin movilización no puede haber mejoras, estables, asentadas y realmente garantistas y de peso. Los sindicatos tienen en este momento un espacio importante para avanzar en la negociación colectiva, para apretar en las empresas y movilizar. Que a lo acordado se le pueda sacar todo el juego que pueda dar, que el mercado laboral se decante del lado del trabajo y no del capital depende de la movilización. Como en Chile, hay que pisar las calles nuevamente.