El 24 de febrero, cuando se reunía en Naciones Unidas un nuevo Consejo de Seguridad extraordinario, Putin inició la invasión de Ucrania. Con ello no solo desafiaba abiertamente a la comunidad internacional, que seguía buscando una vía diplomática a través de los Acuerdos de Minsk II, sino que daba la razón a las denuncias de sus planes de agresión que desde hacía semanas repetía una y otra vez la Administración Biden y la OTAN. La confrontación inter-imperialista para definir un nuevo régimen de seguridad en Europa, con sus zonas de influencia, tomaba ahora la forma de una nueva violación de la integridad nacional de Ucrania y el cuestionamiento de su autodeterminación e independencia por la Rusia de Putin. Los intereses estratégicos esgrimidos por Moscú como esenciales para su seguridad se transformaban en la aspiración imperial de reconstruir el Imperio ruso-eslavo en las desaparecidas fronteras occidentales de la URSS.
Setenta y dos horas después, aun se libra la batalla por Kiev. La ofensiva militar rusa avanza por otros tres frentes: al norte de la ciudad de Luhansk (pero manteniendo la línea de contacto de 2015 de los Acuerdos de Minsk); en el noroeste, de la ciudad de Sumi a la de Kharkov, de mayoría rusófonas; y en el sur, desde la Crimea anexionada en 2014, primero para asegurar el aprovisionamiento de agua de la península (cortado desde hace meses) y extendiéndose hacia Odesa y Mariúpol, para controlar los principales puertos exportadores de cereales, carbón y siderurgia y limitar todo lo posible el acceso de Ucrania al Mar Negro.
El objetivo táctico de la invasión rusa
El objetivo declarado de este plan es provocar la caída del gobierno Zelenski y su sustitución por un “gobierno amigo” (Putin ha llamado a los militares ucranianos a dar un golpe), con el que negociar un acuerdo de “unión”, similar al existente con Bielorusia, para su integración en las instituciones de cooperación económica y militar de la nueva zona de influencia post-soviética (reforzada con las recientes crisis bielorusa y kazaja, además de la vuelta de los Talibanes a Kabúl).
Cuanto tiempo puedan resistir el ejército y las milicias ucranianas el asalto ruso, en una situación de clara inferioridad, es una cuestión abierta. Pero cada hora y día que lo hace -incluso si caen Kiev y las ciudades atacadas por las fuerzas rusas-, aísla y expone las contradicciones imperialistas del gobierno Putin, puede reorganizarse y armarse con la ayuda de los estados miembros de la OTAN y la UE, da tiempo para que se desarrolle un movimiento contra la guerra en Rusia y el resto del mundo, acrecienta la presión diplomática y el efecto de las sanciones sobre la clase dominante rusa y refuerza la legitimidad de cualquier gobierno ucraniano en las negociaciones posteriores que seguirán al alto el fuego. Las autoridades civiles y los mandos militares ucranianos son perfectamente conscientes de ello y es la razón de su actividad diplomática y de sus continuos llamamientos a la resistencia.
Esto no quiere decir que la respuesta de la población ucraniana haya sido unánime en defensa del gobierno Zelenski. Más de 350.000 refugiados, bastante de ellos huyendo del reclutamiento militar, se dirigen a las fronteras de la UE. Pero el número de voluntarios ucranianos también es significativo y reflejo del rechazo de una agresión imperialista que pone en cuestión incluso su soberanía republicana. Y por las noticias que llegan, no ha habido una movilización de apoyo a la invasión de la población rusófona, más allá de la ya existente en las llamadas “repúblicas populares” de Donetsk y Luhansk.
El aislamiento y condena de Rusia
En el terreno diplomático, el Consejo de Seguridad nocturno del día 23 y del día 25 por la tarde (hora de Nueva York) han mostrado no solo el giro ruso hacia la invasión de Ucrania y el abandono de la vía diplomática de los Acuerdos de Minsk II, para subordinarla a una negociación estratégica sobre el sistema de seguridad colectivo europeo posterior, sino también su completo aislamiento. La resolución de condena presentada por EEUU y Albania, con el apoyo de 86 países, encontró el apoyo de 11 de los 15 miembros del Consejo, la abstención de India, Emiratos Árabes Unidos y China (aliados de Rusia en diferentes escenarios regionales) y el veto ruso.
La Carta de Naciones Unidas deja ahora abierta la puerta a que 9 miembros del Consejo de Seguridad trasladen el debate y la resolución vetada a la Asamblea General, para que puedan definirse todos los estados miembros. Esta Asamblea General urgente podría tener lugar en los próximos días. Una nueva resolución negociada y votada por dos tercios de los estados miembros convertiría a Rusia en un estado paria y, a pesar de no ser vinculante como las resoluciones del Consejo de Seguridad, daría una base moral y jurídica universal a las sanciones unilaterales contra Rusia de EEUU y la UE.
La OTAN no intervendrá directamente, como ha declarado, en la guerra de Ucrania. Pero armará y financiará al ejército y las milicias ucranianas. El peligro de una guerra nuclear táctica -más allá de una situación técnica fuera de control en Chernobil, en manos del ejercito ruso- parece descartado mientras el actual escenario y objetivos militares rusos se mantengan. Solo un cese el fuego permitirá abrir de nuevo la vía diplomática sobre el conflicto ucraniano y sobre la seguridad colectiva en Europa. Se vislumbra, mientras tanto, una grave crisis humanitaria y de refugiados, que la ONU contabiliza ya en más de 368.000.
Putin y la cuestión nacional ucraniana
En sus discursos de 21 y 23 de febrero, previos a la invasión, Putín negó la existencia misma de un pueblo ucraniano separado y distinto del pueblo ruso. Acusó a la política de autodeterminación de los Bolcheviques de la desmembración del Imperio Zarista tras su derrota en la I Guerra Mundial y las revoluciones de Febrero y Octubre de 1917. Lenin fue el máximo responsable, aunque Stalin después de su muerte consiguió reunificar el estado, aunque concediendo fuertes poderes autonómicos a las repúblicas soviéticas, que las propias necesidades de gestión del sistema soviético recortarían en un estado unitario totalitario. El error originario de Lenin y los bolcheviques acabaría favoreciendo en 1991 la desmembración de la URSS, aunque Rusia y solo Rusia asumiera sus deudas como estado sucesorio, ante el incumplimiento de todas las demás repúblicas post-soviéticas. Todo ello, enmarcado en una visión imperialista eslavista, había sido ya expuesto en el llamado “artículo de las 5.000 palabras” de Putin.
La falta de entidad nacional propia hizo, según Putin, que Ucrania se convirtiera en un botín para una camarilla de oligarcas y que el nuevo estado ucraniano tuviera que buscar su identidad en un nacionalismo cuyo principal componente fue el neo-nazismo. Esta combinación de corrupción y nacionalismo radical imposibilitó cualquier estabilidad y provocó una cadena de revueltas hasta llegar a Maidan. Ucrania dilapidó la herencia industrial soviética, se endeudó y empobreció y obligó a emigrar al 15% de su población. Ello explica el voto muy mayoritario en el referéndum de Crimea y su integración en Rusia, así como la constitución de las “repúblicas populares” del Donbás.
La amenaza estratégica existencial a Rusia
En el terreno militar, el gobierno ucraniano tras Maidan, señala Putin, se fue acercando e integrando de facto cada vez más en la OTAN, que hizo de su presencia en suelo ucraniano algo casi permanente con maniobras militares continuas, hasta los 23.000 efectivos desplegados en 2021. Y en la Cumbre de Bucarest de 2008, la OTAN abrió la puerta a la integración de Georgia y Ucrania.
Así, a pesar de la desnuclearización del arsenal soviético estacionado en Ucrania (el tercer mayor del mundo) gracias al Memorándum de Budapest de 1994 y la firma del gobierno de Kiev del Tratado de No Proliferación Nuclear, la integración de facto o de iure de Ucrania en la cadena de mando de la OTAN o su adhesión al Tratado Atlántico supondría su acceso a “armas de destrucción masiva” modernas y posteriormente al paraguas nuclear en el que se asienta la doctrina estratégica de la OTAN.
Una OTAN que, a pesar de los acuerdos alcanzados para la reunificación alemana, se ha seguido extendiendo hacia el este, incorporando a ex miembros del Pacto de Varsovia como Polonia o Bulgaria y a repúblicas exsoviéticas como los tres estados bálticos, lo que sitúa a Moscú y los puestos de mando militares rusos a 15-10 minutos de los misiles nucleares tácticos de la OTAN. Ello ha erosionado, como apunta Putin, el sistema de seguridad colectiva europeo gestionado bipolarmente por las dos grandes potencias nucleares y situado a Rusia en una situación de inferioridad estratégica e inseguridad permanentes. Putin incluso se refiere a la pregunta que hizo a Bill Clinton en Moscú en el año 2000 sobre la transformación de la OTAN en un sistema de seguridad colectivo europeo con la admisión de Rusia en ella. En 2002, la creación del Consejo OTAN- Rusia pudo permitir albergar alguna esperanza en este sentido. Pero ello no evitó cuatro olas de expansión de la OTAN hacia la frontera rusa, con el ingreso de 11 países, tras el ingreso en 1999 de Polonia, República Checa y Hungría.
La conclusión de Putín es la definición misma de la competencia inter-imperialista existencial con EEUU y la OTAN: “No se trata de nuestro régimen político o de nada parecido. Simplemente no necesitan ni quieren que exista un gran país independiente como Rusia. Esta es la respuesta a todas las preguntas. Esta es la raíz de la política tradicional de América hacia Rusia. Lo que explica su actitud a todas nuestras propuestas de seguridad”.
De ahí las tres exigencias rusas expresadas en su carta a EEUU al inició de esta crisis ucraniana: 1) Prevenir cualquier nueva ampliación de la OTAN; 2) compromiso de no despliegue de sistemas de armas de asalto en las fronteras con Rusia; y 3) dar marcha atrás en las capacidades militares e infraestructura de la OTAN en Europa a la situación de 1997, cuando se firmó el Acta de Constitución OTAN-Rusia.
Las contradicciones de la competencia inter-imperialista OTAN-Rusia
La evolución posterior tras el derrumbe de la URSS en 1991, lejos de reunificar el mundo dividido de la “guerra fría” con la restauración capitalista en las repúblicas exsoviéticas y del Pacto de Varsovia -la “Europa unida del Atlántico a los Urales”- volvió a crear nuevas zonas de influencia y agudizar una competencia que ya no se podía atribuir a las diferencias ideológicas, sino a los mecanismos de acumulación capitalista.
Las repúblicas exsoviéticas fueron sometidas a la “terapia de shock” neoliberal y saqueadas mediante los procesos de privatización, que dieron lugar a las nuevas clases dominantes oligárquicas, que se integraron en la economía mundial, fundamentalmente mediante la extracción y venta de materias primas. Pero la oligarquía rusa heredó también, como sucesora de la nomenklatura estalinista, el segundo mayor arsenal nuclear del mundo. El estado bonapartista dirigido por Putin fue recuperando una parte de las rentas extractivas privatizadas, reconstruyó su poderío militar y sostuvo en él, mediante una cadena de guerras en la periferia de sus fronteras (el “exterior cercano” de Chechenia, Georgia, Armenia..) su papel de gran potencia regional y más tarde su influencia imperialista en Siria, Libia y el África subsahariana (RCA, Mozambique, Mali…). La “Doctrina Primakov” ha sido la base intelectual de este “imperialismo oprimido” que ahora se lanza contra Ucrania, negando su derecho a la autodeterminación y la independencia.
La contraparte en esta competencia inter-imperialista, dirigida por la potencia victoriosa de la “Guerra Fría”, EEUU, es la OTAN. La OTAN, lejos de desaparecer como el Pacto de Varsovia, se reforzó como mecanismo de hegemonía y jerarquización de los intereses de las clases dominantes euro-atlánticas. De la misma manera que la correlación de fuerzas forzó la destrucción e integración de la República Democrática Alemana en la República Federal y la transición sin alternativa al capitalismo real del “socialismo irreal” de las “repúblicas democrático-populares” de Europa del Este. La ampliación paralela de la Unión Europea fue el instrumento de la transformación social capitalista, con unas ayudas estructurales internas que no tuvieron las repúblicas exsoviéticas, a excepción de los tres estados bálticos.
La competencia económica euro-atlántica se estructuró entorno a dos núcleos regulatorios, El gobierno federal de EEUU y las estructuras comunitarias de la UE. Pero el acceso a las materias primas y las energías fósiles de los estados miembros de la UE establece estructuralmente una situación de competencia desigual, al depender del exterior. Sobre todo en cuanto a energía de un mercado exterior, la OPEP, en el que los principales productores son aliados dependientes de EEUU. El gas ruso es la única fuente de suministro no jerarquizada a EEUU, y sus contratos de compra a largo plazo tienen un carácter estratégico en la competencia euro-atlántica para el capitalismo alemán. Ello explica la importancia de la cuestión de la energía en la política de sanciones contra Rusia, como bien explica Adam Tooze en esta entrega de SP.
¿Una nueva “Guerra Fría”?
En el trasfondo de la competencia inter-imperialista descrita, que ha generado sus propias ideologías identitarias en las clases dominantes oligárquicas capitalistas (el “neoliberalismo democrático” occidental, el paneslavismo autoritario ruso, el “nuevo sueño” chino…), hay una evolución hacia un sistema multipolar que cuestiona la hegemonía global unipolar. Su principal escenario internacional ha sido el “gran Oriente Medio”, del Mediterráneo a Afganistán. Pero cada sistema de dominación neo-imperial tiene que asegurar, en la inestabilidad geopolítica y económica, sus “patios traseros”, sus “exteriores cercanos”. Esta es la explicación sistémica de la represión china contra la población musulmana en Xinjiang, la de EEUU en Centroamérica o la de Rusia en Ucrania.
El desarrollo globalizador del capitalismo no ha trasladado el “imperio de la sociedad civil” a la gobernanza internacional. Los sueños de una “Paz Perpetua” de la Ilustración, de la Sociedad de Naciones tras la I Guerra Mundial, de las Naciones Unidas tras la II Guerra Mundial, con sus distintos sistemas de seguridad colectiva gestionados por las principales potencias del momento, han chocado y seguirán chocando una y otra vez con la realidad de la competencia capitalista y las geopolíticas imperialistas. Lo que no desmerece, sino que reafirma, el esfuerzo continuado de mecanismos de regulación en la gobernanza internacional que pongan freno a la barbarie de la guerra como instrumento de la competencia inter-imperialista.
Consciente de las raíces de la guerra, que se hunden en la dinámica de la opresión y la competencia capitalista, el movimiento socialista y obrero se movilizó sistemáticamente contra las guerras, por un sistema de seguridad colectivo fundado en la voluntad libremente expresada de los pueblos, por la derrota de sus propios opresores y la solidaridad internacionalista de los que no poseen otra cosa que su fuerza de trabajo.
La tarea inmediata es condenar y frenar el ataque del imperialismo ruso contra Ucrania, cualquiera que sea la naturaleza de su régimen fallido y corrupto. Pero incluso para ello es imprescindible comprender la dinámica global de la competencia capitalista e inter- imperialista. Porque no se puede defender la autodeterminación del pueblo ucraniano sin que se puede expresar democráticamente, sin que tenga las condiciones mínimas materiales que le permitan ejercer su ciudadanía republicana. Y ese espacio democrático, que solo es posible en una Ucrania neutral y no alineada, lo ahoga la subordinación instrumental a los intereses de la OTAN. Una OTAN que ha sido y sigue siendo una de las causas centrales de inestabilidad geopolítica en Europa desde que se creó para la “Guerra Fría” y cuyo sueño de la razón hegemónica ha producido el monstruo de pesadilla del “imperialismo oprimido” ruso.Gustavo Buster Es co-editor de Sin Permiso.