Se dice que, tras verse obligado a abjurar de su visión heliocéntrica por el tribunal de la Inquisición, Galileo pronunció: “y, sin embargo, se mueve”. Parafraseándolo, podríamos decir que, tras 24 cumbres del clima (COP), la que ayer se inauguró en Madrid hace el número 25, la Tierra, sin embargo, se sigue calentado y no afloja en su escalada térmica. Ninguna de las reuniones anteriores ha permitido reducir en un ápice la contaminación de la tierra, el agua, el subsuelo o el aire. Al contrario, estamos ya inmersos en un proceso de cambio climático que afecta de manera clara a nuestras vidas.
Los datos son elocuentes: 36 mil millones de toneladas de CO2 son arrojadas a la atmósfera anualmente. Las personas que mueren a consecuencia de la contaminación en el mundo suman ya oficialmente 7 millones al año. El número de desplazados por causas climáticas es hoy superior (26,4 millones, según un informe del Parlamento Europeo) al que provoca la guerra. La concentración de partículas de CO2 que en 1990 representaba 350 ppm alcanza ya las 415 ppm. En resumen, las cumbres del clima son un estruendoso fracaso y sus veinticinco años así lo atestiguan.
Más que un espacio para la organización de la imprescindible reducción de los índices de contaminación, se trata de reuniones para ver cómo se puede continuar retrasando la necesaria y drástica reducción en más de un 50% de las emisiones provocadas por los combustibles fósiles. Y la COP25 de Madrid no es diferente. De hecho la negociación sobre los cupos de derechos de emisión abre un “nuevo mercado” para seguir aplazando la toma de medidas a cambio de dinero que los ricos pagarán a los pobres.
A pesar de ello, las principales empresas del mundo no soportan el lenguaje de las COP. Sus discursos, aunque son un palidísimo reflejo de la realidad que se vive en la calle, los ponen de los nervios. Para las fortunas y compañías dominantes del globo hablar de reducir emisiones o tener que pagar por mantenerlas es, simplemente, excesivo. Trump, fiel representante del poder del dinero, forzó la salida de los EEUU de los acuerdos de la COP de Paris; el Brasil de Bolsonaro aprieta en el mismo sentido mientras quema el Amazonas; Australia y su importantísima industria minera le siguen en la senda y China o India, recelan y amenazan.
El capitalismo, el sistema que domina el mundo, el sistema que protegen las leyes y los gobiernos somete al planeta y a todo lo que hay en él (cielo, tierra, subsuelo, agua, vida animal, vegetal o ser humano) a una explotación implacable con un único fin: agrandar la cuenta corriente y el poder de los propietarios. Se produce, se comercia, se explota de una manera descontrolada e incontrolable hasta la sobreproducción y las crisis que cíclicamente la acompañan.
Constituye un sinsentido pensar que un mundo basado en la explotación del trabajo, la opresión de la mujer, la prepotencia colonial o el abuso de poder vaya a ser respetuoso con el planeta que destroza. Desde luego no será el llamado “capitalismo verde”, sino profundos cambios anticapitalistas y ecosocialistas los que pueden abrir la puerta al futuro respetuoso con el mundo y con los seres humanos que lo habitan. Como hace tres meses, cuando millones de personas se sumaron a la huelga del clima, ha llegado la hora de responder a la emergencia climática con más democracia, con más justicia, y con más movilización y coordinación entre los oprimidos.